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“Señores:
Cumpliendo el precepto de Quintiliano: “abreviemos las
palabras ante los grandes hechos”. La República entera,
-hago este honor a los adversarios políticos,- acaba de
ser profundamente conmovida por un suceso trágico, tan
inesperado como terrible. Por primera vez, uno de sus
patricios excelsos, con mano firme y temeraria, ha
puesto fin a su noble vida! El rudo acontecimiento, no
sólo nos cubre de luto y de consternación, sino que
inaugura la forma más funesta y peligrosa con que los
hombres públicos pueden solucionar los accidentados
problemas de su vida; y, ante los despojos de la primera
víctima, conteniendo las angustias y armado de franca
energía, séame permitido condenar el suicidio como el
procedimiento más estéril y atentatorio.
Señores: La gallarda y altiva figura del doctor Leandro
N. Alem, no sólo había descollado en nuestras contiendas
democráticas, en el foro, en el parlamento y en la
tribuna popular, sino también en los tumultos
sangrientos del comicio, en la guerra civil y en los
formidables combates del Paraguay, donde el plomo
mortífero diezmaba las filas argentinas. Y, no obstante
esos múltiples peligros y exposiciones, los proyectiles
enemigos respetaron al valeroso luchador, que siempre se
expuso en la vanguardia, como si sus altas virtudes le
hubiesen formado un blindaje invisible, que lo
preservaba de la muerte y de la calumnia.
La perforación del hermoso cráneo que encerraba ideas
tan grandes como generosas, estaba reservada a la
siniestra resolución del mismo doctor Alem, concebida,
sin duda alguna, bajo el influjo de la desesperación,
excitada por un enfermizo romanticismo.
Alem, combatiente de fibra, alma varonil forjada en la
más ruda lucha; espíritu fuerte, capaz de imponerse a
las más crueles visicitudes y a los peores desastres,
¿cómo ha podido destrozar su cabeza con su propia mano?
¿qué lo ha impulsado a la inmolacion? ¿las dificultades
de la política contemporánea? No; porque era inteligente
y razonable para comprender que las causas del malestar,
no estaban exclusivamente al alcance de su resolucion ni
de la fuerza de su partido; porque si se encontraba con
algún correligionario frío, indiferente, disperso, o
hacia el campo adverso, él sabía bien que la gran
mayoría proseguía con lealtad la lucha por la justicia y
el derecho; y porque, aun cuando Alem hubiese visto a la
multitud, cobarde, envilecida o en el camino del crimen,
era hombre de firmeza y austeridad, capaz de cumplir sin
violencia el altivo programa de Lamartine en casos
tales: “¡Feliz el hombre solo!” Era un veterano del
ostracismo interno y de las persecusiones! ¿Qué lo ha
llevado al suicidio? ¿La pobreza? Pero si Alem era uno
de esos sublimes menesterosos, cuya elevación de ideas y
pensamientos les impide conocer y codiciar las ventajas
del dinero; que suelen terminar con los pies en un
hospital, pero manteniendo siempre la cabeza y el
corazón en las nubes; que se empobrecen haciendo el
bien, y no se avergüenzan de alimentarse “como las aves
del cielo”, y de vestirse “como los lirios de los
campos”, cuando falta el trabajo honrado y dignificante;
que persiguen como objetivos de la vida, la práctica del
bien, del deber y de la virtud; el ejercicio del
derecho, y el reinado de la justicia; y que desde la
plataforma de su elevada misión, compadecen la opulencia
de Creso, los caudales de Verres y la avaricia de
Shylock! ¿La calumnia? Pero si Alem sabía que desde
Alejandro, los grandes hombres son las víctimas más
codiciadas por el arma corrosiva de Basilio; pero si
Alem era probablemente el hombre público argentino menos
calumniado; si él sabía bien que ese proyectil innoble
resbalaba hasta sus plantas, sin mancillar su austera
personalidad; si él no podía dudar que sus virtudes
notorias y su altanero menosprecio, convertían en lodo
inofensivo la calumnia y la difamación! El alma
byroniana de Alem, embellecida con las virtudes de Catón
el Antiguo, tuvo el momento de obcecación y de fatal
escepticismo del de Utica; y, como él, olvidó que “en
huir del dolor nunca hay victoria”; y, el esforzado
patricio, no ha muerto “cara al tirano!” El espíritu
poderoso y varonil de Alem, era capaz de resistir
heroicamente las mayores adversidades; la prueba del
odio, del fuego y del hierro.
Parecían destinadas a él
aquellas palabras de Victor Hugo: “Ciertas naturalezas
aladas, robustas y tranquilas, han sido hechas para los
grandes vientos: hay aves de tempestad, creadas para los
huracanes”. ¡Alem inútil y estéril! ¿Cómo pudo escribir
semejantes palabras, él, cuya sola presencia, adornada
de nobles virtudes, era el ejemplo más útil y fecundo
para la enseñanza del pueblo; él que aún encerrado con
sus cóleras y fulminaciones en su mísera tienda, habría
sido el juez más soberbio, y el maestro más elocuente de
su nación, como lo fueron aquel guerrero invicto frente
a los muros de Troya, y aquel sombrío y solitario que
rugía en el monte Carmelo? ¡Alem deprimido! Pero ¿cómo?
¿Por quién? ¿De dónde le vino esta persistente
obsecación? Si Alem en los pontones, en la cárcel
infecta, en la miseria, víctima de la difamación; en la
soledad o en el infortunio, era siempre el repúblico
altivo y brillante, que se agrandaba en razón directa de
las persecusiones y de las miserias de la vida? ¿Por qué
se mató Alem? Yo no encuentro una causa razonable, si es
que se puede excusar con estas palabras, la siniestra
resolución de los más insoportables momentos de la vida.
... ¡Quién hubiera adivinado tan horrible plan en el
caballero afable y bromista, que momentos antes de la
tragedia nos entretenía con burlas amistosas y familiar
conversación! ¡Y pensar que las cartas en que nos
invitaba, han sido escritas el “1º de junio” y luego
enmendada la fecha para el “1º de julio”! Señores: En el
sepulcro del doctor Alem no debemos decir sino palabras
severas y levantadas, dignas de la vida, de la escuela y
de la propaganda del preclaro ciudadano.
Ni el llanto ni
la desolación son del todo apropiados frente a este
cadáver excepcional.
A repúblicos de la estirpe de Alem,
no se les honra con lágrimas, ni con cirios y
genuflexiones, sino imitando sus virtudes, la nobleza de
su alma, su altruismo, su carácter y el valor heroico
para luchar por el bien! Desprendámonos del drama
sangriento; no indaguemos los sombríos monólogos de
Hamlet que se habrán sucedido con fatídica repetición en
las tristes cavilaciones de sus últimos días; no
preguntemos por qué lo sedujo el segundo término de
aquella formidable interrogación del héroe de
Shakespeare: “¿cuál es más digna acción del ánimo:
sufrir los tiros penetrantes de la fortuna injusta, u
oponer los brazos a este torrente de calamidades, y
darles fin con atrevida resistencia?” No pretendamos
desgarrar el denso velo que envuelven sus raciocinios
desesperados; levantémonos de su tumba agusta, y
dirijamos la mirada y la acción a su testamento
político, a los destinos de la patria, al porvenir
político de la nación argentina, a todo lo que sea
grande y elevado, digno del ilustre muerto, caído en un
momento sicológico.
Las más hermosas exequias a la
memoria del doctor Alem, consistirán en realizar con
serena firmeza cuanto exija el país para su completa
regeneración, en lo político, social, administrativo y
moral; para el más amplio ejercicio de sus libertades
públicas; para impulsar al pueblo a los comicios, e
imponer su deber a los gobiernos; para impedir “funestas
restauraciones...¡Adelante los que quedan!” He aquí el
santo y seña de ultratumba, que sonará como un
llamamiento supremo sobre el territorio argentino,
mientras sus hijos defiendan el honor y la gloria!
Seremos fuertes y dignos, ¡Duerme tranquilo, noble
luchador! Señores: Oigo que Alem, es el último
representante de una raza de varones fuertes que se va,
después de haber agitado hondamente la sociedad en que
vivían; hasta se insinúan comparaciones algo deprimentes
con oscuros caudillejos locales, surgidos del caos y de
la anarquía. ¿Cómo? Alem, el conductor del pueblo
argentino a jornadas patrióticas en momento solemnísimo
para reivindicar el honor y la libertad; Alem, el viril
combatiente, el ilustrado propagandista, el tribuno de
fuego que arrastraba la democracia a su solemne
manumisión; Alem, el virtuoso, el alma grande y noble,
capaz de todas las intrepideces y de todos los
sacrificios en pro de la nación argentina, ¿es el último
romano, el último representante de los sublimes
agitadores que dignifican la esperie humana? ¡No, jamás;
no blasfememos de la patria! Alem deja toda una
generación de discípulos, modestos, pero impregnados de
las claridades, de las virtudes, del carácter y de la
elevada enseñanza cívica del tribuno fulgurante!
Señores: En el interminable desfile del pueblo, que ha
contemplado y traído a la mansión de las tumbas el
cadáver del doctor Alem, han llamado la atención dos
elementos sociales: la mujer y la cantidad enorme de
jóvenes.
La primera, desde la más remota antigüedad,
desde el drama del Gólgota, es la piadosa compañera de
los infortunios de los grandes hombres; la que prodiga
su exquisita sensibilidad, consuelo y resignación al que
sufre; flores de nardo a los mártires del deber, a los
apóstoles del bien y de la virtud, a los benefactores de
la humanidad.
Los jóvenes responden con elocuencia al
último toque de llamada del doctor Alem; demuestran que
nunca fueron remisos a la palabra de orden del ilustre
tribuno, y que están firmes y dispuestos a “consumar la
obra” que recomienda en su testamento. Lo afirmo por mi
honor: La Juventud será perseverante! Señores: el
Partido Radical de Entre Ríos y de Santa Fé, me ha
encargado que hable en su nombre al sepultar los restos
del doctor Alem.
Aquellos pueblos, como las demás
provincias argentinas, no sólo quieren honrar con
delegaciones, ofrendas y discursos, la tumba del que
tanto luchó por su causa, sin economizar sacrificio
alguno, sino que también protestan, en presencia de los
despojos del egregio ciudadano, “consumar la obra” de su
redención política y social.
Los argentinos ya no
veremos al iluminado demócrata fascinar las multitudes
desde la tribuna de las arengas; las reivindicaciones
armadas no contarán con aquel eficiente organizador; las
campañas eleccionarias no serán presididas por el
político rígido, que combatía las convenciones exitistas
y sólo se inclinaba ante el veredicto de las urnas, leal
y honradamente compulsadas; los parlamentos no volverán
a escuchar la verba elocuente y fogosa, los grandes
discursos del “tribuno del pueblo”; la causa de la
defensa nacional ha perdido un brazo fuerte; los
oprimidos y toda buena causa, ya no tendrán al más
solícito e impetuoso de sus abogados; no veremos los
grandes “meetings” del pueblo argentino, presididos y
electrizados por el vehemente jefe del Partido Radical;
la juventud no volverá a contemplar ni la fisonomía
severa del gran demócrata, ni a oir su palabra
arrebatadora; pero Leandro N. Alem no ha sufrido ni
clamado en el desierto.
Todo el partido Radical de la
República sabrá dignamente “consumar la obra” que nos
recomienda; conservaremos piadoso recuerdo del abnegado
Jefe, y, perdonándole la falta de su postrera
resolución, lo presentaremos a la posteridad como modelo
de carácter y de civismo, en blanco mármol de Carrara, o
en bronce sonoro e inmortal! Paz en su tumba, honor a su
memoria, y “adelante los que quedan”, hasta “consumar la
obra...”
He dicho”.
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