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El radicalismo ante
una definición vital
Hace cuatro años el Congreso de Chivilcoy señaló la
crisis profunda de la política argentina, “cuyos
conjuntos militantes no definían, desde hace mucho, la
orientación ética ni el pensamiento político de las
corrientes populares que debieron representar”. Estudió
el proceso de formación de sus comandos políticos en
razón de “capitales electorales”, con exclusión de
causales cívicas, y demostró cómo esa desvirtuación del
sentido democrático conducía inexorablemente al partido
a la ineptitud para la lucha por ideales, a la
restricción de sus objetivos al campo puramente político
y formal, al quietismo frente al privilegio económico y
social y al abandono del impulso emocional que le
asignaba la tarea forjadora de la nacionalidad; es
decir, a la cancelación de la función histórica.
La República vivía ya en trance pre revolucionario. El
país real y el país político eran dos mundos ajenos
entre sí. Las esperanzas populares no encontraron cauce
en los canales partidarios. Las últimas promociones
juveniles se mantenían alejadas de las fuerzas
políticas.
La “máquina política”, la superestructura de los
partidos, actuaba con fines propios. Sus intereses no
coincidían con los intereses ideales que debía servir. Y
sin partidos que reflejen las corrientes profundas de la
ciudadanía, el juego institucional se convierte en juego
de ficciones. En 1942, el pueblo de Buenos Aires no
intentó votar. No fue necesario el fraude. Bastó el
espectáculo parlamentario; su repulsa ante las maniobras
de enfeudamiento económico; la distancia entre las
aspiraciones públicas y los procedimientos
prevalecientes; los cuadros cerrados; el apartamiento
del pueblo de las deliberaciones y decisiones internas;
el antagonismo entre el clima histórico de la época, que
penetraba en las conciencias argentinas, y los móviles
inferiores de las planas dirigentes.
Mientras tanto, la “vieja política” dominante en el
partido actuaba tras un esquema muy simple. La
ciudadanía debía optar: o gobiernos del fraude o del
Radicalismo. Alguna vez, por mediación de vaya a saber
qué factores providenciales, el régimen gobernante,
consentiría en ceder graciosamente el ejercicio del
poder, retornando a la legalidad. Y en ese momento, las
posiciones internas habrían de traducirse en jerarquías
públicas. Lo importante era conservarlas a todo costo, y
eludir cualquier acción divergente de esta línea central
o que pudiere debilitar la base heterogénea en que se
sustentaba cada “situación política”. De ahí la ausencia
del planteamiento de los problemas sustanciales de
nuestra tierra y la esterilidad de la Cámara de
Diputados, que tuvo durante tantos años mayoría
opositora y el deber moral de sancionar una legislación
valiente, de reforma a fondo de las condiciones de vida
del país, para promover el enfrentamiento revolucionario
del pueblo con el Senado y los Ejecutivos del fraude. La
realidad fue otra bien distinta y amarga, y a medida que
fue alcanzando al pueblo fue generando el escepticismo y
la desazón.
El grito de Chivilcoy pretendió sacudir a la adormecida
conciencia de responsabilidad de los titulares del
aparato partidario. Reclamó el establecimiento de una
interrelación fluida, constante entre los cuerpos
directivos y las capas populares, y la promoción de una
lucha ardiente por la reestructuración del país sobre
nuevas bases de auténtica justicia. Con voto directo,
representación de las minorías y régimen de
incompatibilidades, el espíritu de insurgencia habría
dado al Radicalismo un nuevo acento, y el estado de
revolución –que ya existía en el país- hubiera
encontrado su cauce en el partido. Nuestra voz fue una
voz más, clamante, en el desierto.
Los cuadros de la vieja política se hallaban en tránsito
hacia la disolución. Una nueva postergación de la
perspectiva burocrática –el vínculo primordial de sus
adherentes- hubiera sido fatal al sistema. Su falta de
fe en la capacidad de acción del pueblo, el temor a la
disgregación de su respaldo político y la situación
internacional, les insinuaron caminos de extravíos.
Comenzó a tejerse sutilmente la coincidencia en torno a
la candidatura presidencial del gran corruptor de la
civilización política argentina; del militar que
organizó el régimen de la mentira institucional y habría
de aparecer como el rehabilitador del sufragio libre.
Tenía fuertes puntos de apoyo en las facciones
gobernantes. Se hallaba definido abiertamente a favor de
las Naciones Unidas. Contaba con la colaboración
exterior y su influencia interna. Era bienquisto entre
las fuerzas del privilegio nacional e internacional, que
florecieron durante su período. Disponía de ubicaciones
estratégicas en la administración; el ministro de Guerra
era su amigo y en el Ejército le sostenía el
entrelazamiento de afectos e intereses anudado en el
curso de su vida castrense.
A la luz de la experiencia actual es indudable que, de
no haberlo interferido la muerte, el plan hubiera
logrado el éxito con la participación final de gran
parte de los núcleos dirigentes de nuestro partido.
Trastabilló un tanto cuando el ministro de la Guerra,
amigo del ex presidente, fue sustituido por otro
general, que en el pensamiento del doctor Castillo
habría de realizar un adecuado reajuste de los comandos,
y concluyó abruptamente cuando una mañana el país se
enteró de la muerte repentina del general Justo.
La tónica radical quedó tan resentida después de este
proceso penoso, que la Convención Provincial de Buenos
Aires llegó a votar una declaración a favor de una
fórmula presidencial extrapartidaria, vale decir, de
ciudadanos cuya despreocupación por la suerte de la
República les mantuvo alejados de la militancia cívica.
Castigábase así la firme lealtad radical del doctor
Pueyrredón, candidato virtual a la Presidencia. Esto
ocurría hace sólo cuatro años, en el Radicalismo de
Buenos Aires, en el Radicalismo de Hipólito Yrigoyen.
Reuniose la Convención Nacional; votó la Unión
Democrática; fracasó la tentativa de fórmula
extrapartidaria; un delegado de Buenos Aires propuso la
adopción de métodos democráticos –voto directo y
representación de las minorías- al cuerpo que acababa de
votar el acuerdo de partidos para salvar la democracia:
la Comisión de Carta Orgánica, por sugestiones de esta
provincia, se negó a formular despacho; se suscitó un
conflicto en la Comisión ínter partidaria, y de pronto
se produjo una prolongada “impasse”. A su término el
país supo que altas figuras del Radicalismo habían
mantenido entrevistas vinculadas a la candidatura
presidencial con el ministro de Guerra del doctor
Castillo, el general escogido para montar la máquina
favorable a la política “de la unanimidad de uno” y que
en el ejercicio de la cartera resultó montando otra
máquina… Pidió el general Ramírez setenta y dos horas
para consultar a sus camaradas; se enteró el presidente;
destituyó al ministro y las tropas de Campo de Mayo
avanzaron sobre la Casa Rosada. Sonaron las sirenas de
los diarios; los comités dispararon bombas de estruendo,
convocando a celebrar la caída del fraude. El pueblo
pasó frente a los comités y se detuvo ante los diarios;
era ya un pueblo que no se sentía ligado al partido.
Dejemos de lado la pugna entre las camarillas internas
militares, su contienda aviesa y despiadada por el
poder, su desprecio por los derechos de la dignidad
humana, su convicción del triunfo de las armas agresoras
y el oportunismo amoral que inspiraba su determinación
de mantener la dirección del Estado hasta la definición
de la guerra: todo cuanto la dictadura vejó y humilló a
la República. Ocúpenos el pueblo y el Radicalismo.
La caída del régimen del fraude marcó el afloramiento de
las grandes aspiraciones, de los grandes anhelos que
trabajaban silenciosamente el espíritu de los
argentinos. El país ansiaba una vida nueva; la
dignificación de sus costumbres políticas; la
eliminación de los vicios y fallas que habían
subalternizado la existencia pública. El desprecio
envolvía al pasado. Un nuevo sentido moral y un “elan”
nacional surgían de la ciudadanía. Se hallaba apartada
de los organismos del partido; pero se sentía vinculada
a la tradición histórica del Radicalismo. Era el momento
de las ideas creadoras, de las rectificaciones fecundas,
de la sintonización de los reclamos nacionales. Y fue,
desgraciadamente, un momento que ahondó la escisión
entre el pueblo y la máquina del partido. Divorciada de
la realidad, permaneció insensible a la gran emoción de
la hora. No pudo ser de otro modo. En sus métodos,
educación y fines pertenecía a un tiempo superado. En
sus manos el partido carecía de contenido actual.
Quisimos llevar nuestro sentir al escenario partidario.
El 20 de febrero de 1944 la Junta Ejecutiva concretó en
un programa las aspiraciones de la juventud. Reforma
política: estatuto de partidos y de la administración
pública, que asegure sus neutralidad alejándola del
juego de partidos; régimen de represión de la
venalización de sufragios. Plan concreto de construcción
nacional. No una simple plataforma: un plan, es decir,
la exhibición precisa de los arbitrios, recursos y
etapas a cubrir escalonadamente en el primer período
constitucional, destinado a lograr, con la
“intervención, la deliberación y decisión del pueblo”,
las finalidades esenciales de la transformación
revolucionaria de nuestra sociedad: reforma agraria,
inmediata y profunda; reforma educacional, que abra
efectivas e iguales oportunidades a todos los
argentinos; régimen de organización y seguridad social;
política de recuperación económica, con el monopolio del
Estado, ejercido por sí o delegado en su caso a
cooperativas de consumidores o productores, de servicios
públicos, combustible, energía, seguros, movilización y
centralización de los sectores esenciales de la
producción; reforma financiera; política económica, etc.
Y para ser órgano de acción ciudadana, la reconstrucción
del partido, la renovación de valores en sus cuadros
directivos y su reestructuración que convierta al hombre
del pueblo en actor y no espectador de las decisiones
partidarias. Esta tarea –dijimos- demanda el esfuerzo de
todos los radicales, sin exclusiones, mas únicamente
podrán encauzarla hombres nuevos con nueva mentalidad,
sin responsabilidad en los errores del pasado. La
agitación apasionada de un plan delineado sobre bases
semejantes hubiera proporcionado al partido las grandes
consignas de la movilización popular y cohesionado la
difusa voluntad de reformas en un movimiento arrollador.
El sistema caudillesco dormitaba confiado en sus
efectivos electorales. Había estado veinte años
corroyendo el sentido cívico y sumando sufragios en
función de afectos, intereses o servicios, de pequeñas
conveniencia de personas o grupos. El régimen
dictatorial no tuvo más que ensanchar e intensificar el
sistema, con todos los resortes del Estado, para recoger
los mismos beneficios. La armazón partidaria levantada
sobre estos cimientos cívicamente deleznables, reeditó
el mito del gigante de los pies de barro. La lucha por
los ideales fundamentales constituía una gimnasia para
la cual no tenía vocación ni entrenamiento la mayor
parte de ese ejército electorero. El destino le deparó
una suerte paradojal. La paciente tarea de deformación
cívica sólo le valió al adversario.
Y en la hora de la prueba, lo único fértil fue
precisamente lo que siempre se descartó: la capacidad de
actuar, con prescindencia de los intereses personales,
al servicio de principios.
La dictadura utilizó una fraseología revolucionaria,
declamó su demagogia anticapitalista y atacó a la clase
dirigente, beneficiándose con su merecido desprestigio
popular. No era un movimiento revolucionario, sino
contrarrevolucionario. Sólo intentaba frenar el impulso
de transformación social, que es el signo de la época,
con reajustes que mantuvieron inalterables las
relaciones de producción capitalista: una amortiguación
en el régimen del privilegio tendiente a fortalecerlo y
a identificarlo con el Estado. Su propio líder no se
recató en confesarlo en su discurso de la Bolsa de
Comercio. Nuestra máquina política, aferrada a sus
contradicciones de origen, no quiso comprender que
estábamos viviendo la dinámica de una revolución –el
episodio argentino de la revolución mundial-, de la cual
la de Junio era una fase negativa, “la
revolución-contra”, que llamara Mac Leish, pero una
fase, en fin, del proceso revolucionario. La defensa de
sus intereses creados condujo a nuestra máquina política
a la defensa conjunta del sistema de intereses creados
que en todos los órdenes de la vida argentina, en lo
cultural, en lo económico y social, clausura los
horizontes de la República. De representar a la “causa”
en oposición dialéctica contra el “régimen”, pasó a ser
un sector del “régimen”, de la clase dirigente.
En las democracias en lucha, las fuerzas conservadoras
pretendieron diferir las reformas económicas y sociales
hasta la derrota del nazismo. “Nada debe interponerse
hasta eliminar la amenaza contra la civilización”. Pero
el canto de sirena no sugestionó a los líderes
progresistas que sufrieron la experiencia de la otra
conflagración. La guerra debió librarse con un sentido
revolucionario, como condición de victoria. Inglaterra,
en pleno combate por la existencia nacional, libró
combate paralelo contra el privilegio nacional:
nacionalización de los yacimientos de carbón, Plan
Beveridge, reforma educacional. Aquí la solución fue
opuesta. Privó el pensamiento conservador, reincidente
en su táctica suicida de blandir grandes palabras y
eludir la lucha contra la injusticia económica. Su gran
preocupación consistió en atraer a los estancieros
conservadores, mientras las peonadas, carne del
Radicalismo, siguieron otros caminos. No se trata de
errores. A cierta altura de la vida y de la experiencia
universal no se cometen tantos errores. Fue una actitud
coherente y consciente, que nacía de una identificación
de intereses y de criterios.
La dictadura y la dirección opositora complementaron su
juego. Encerraron mañosamente al pueblo en un dilema
irreal. Justicia social, por una parte; orden
constitucional por la otra, cual si fueran términos
antitéticos. Una engendró su justicia social en la
abominación de la libertad; la otra pospuso para un
incierto y brumoso mañana la respuesta a los
interrogantes populares.Se refugió en la legalidad,
trinchera del “status quo” económico y social, y debió
fracasar porque el “status quo” era indefendible. Así
abandonó al continuismo, que las agitó como señuelos,
sin sentirlas, las banderas del mundo naciente y las
consignas tradicionales del partido: la lucha contra la
oligarquía y los imperialismos. En febrero de 1944 –dos
años antes-, la Juventud Radical exponía: “Se intenta un
sinuoso planteo: o la vieja política o fascismo
pseudos-nacionalista. Afirmamos la falsedad del dilema,
que sólo nos conducirá a una encrucijada dramática.” La
previsión se cumplió, infortunadamente, y el 24 de
febrero el hombre de la calle, absorto y confuso, debió
escoger su futuro en el centro de esa encrucijada.
Dentro del cuadro post-eleccionario alienta un factor
confortante. La mayoría de los ciudadanos que entregó
sufragios al continuismo tiene nuestros mismos ideales.
Se nutre de nuestros mismos ideales. Se nutre de
nuestras mismas aspiraciones nacionales.
No podía conocer la magnitud del proceso de
revitalización del Radicalismo que está recuperando al
partido. Fracasaron las tácticas, los comandos, el
sistema: no los ideales.
Pronto comprenderá que corrió tras un espejismo. Quería
una revolución democrática, nacional, de trabajadores.
Le ensordeció el redoble de las consignas históricas de
liberación económica y social. Pero la realidad le está
demostrando cómo respaldan al gobierno todas las fuerzas
reaccionarias; cómo, con las elecciones, concluyó el
pregón de reforma agraria; cómo se arrojó el disfraz
antiimperialista, en la negociación telefónica y en el
pacto Miranda-Eady; el sistema ferroviario permanece
bajo el control extranjero, la nacionalización de los
servicios públicos, antes declamada, se reduce a la
trivialidad de “una moda” y los feudos del capital
internacional restan intocables. El régimen gobernante
descubre su verdadera índole. A la oligarquía
terrateniente sustituyó otra, financiero-industrial. El
planeamiento propuesto tiende, ante todo, a intensificar
su desarrollo e influencia. Sus hombres de empresa
ejercen poderes de dictadura económica, apuntalan sus
privilegios y ubican sus beneficios, asociándose al
Estado en sociedad mixta. Al gremialismo dirigido sigue
una cultura dirigida y constantemente se advierte la
confusión totalitaria del Estado y el partido. Asoma el
ideal prusiano de potencia.
Mientras el gobierno descubre su juego, el Radicalismo
enfrenta una definición vital. Está en marcha la
“revolución-contra”, destinada a desarrollar y
consolidar nuestra estructura capitalista. El nuevo
régimen se afianza, pactando entendimientos con los
sectores oligárquicos argentinos y extranjeros y
tejiendo su propia red de intereses.
El orden de privilegios superado era estático,
conservador, quietista, partidario de la libre
iniciativa y la libere concurrencia. El nuevo, dinámico,
agresivo, se liga al Estado, usufructúa su respaldo y se
expande bajo las seguridades de su protección.
El partido puede combatir la gestión oficial en nombre
de la libertad económica, señalar sus despilfarros, sus
agresiones institucionales dentro del arsenal de
palabras y de ideas de fin de siglo, reduciéndose a un
simple movimiento opositor. Y entonces trabajará
directamente a favor del tipo de política que acaba de
derrotar a la columna, sin jefe, del New Deal. Se
convertiría en el partido conservador argentino, en la
fuerza política de las derechas, que tanta gravitación
ejercieron en su dirección en los últimos años. Se
trastocaría en fuerza contrarrevolucionaria, en la
equivalencia argentina del partido republicano de los
Estados Unidos o del conservadorismo británico,
legalista, institucionalista, amigo de la libertad en
cuanto ésta coincida con los intereses de los sectores
que tienen la realidad del poder. A esa posición tiende
naturalmente, por inclinación congénita, el sistema de
intereses creados en el partido y fue la que prevaleció
en la última década.
Este partido podrá usar su nombre, pero no será la Unión
Cívica Radical, tal cual la siente y la entiende el
pueblo.
A este género de oposición seudo-democrática fustigó
Benes al analizar los factores del triunfo transitorio
de las tendencias totalitarias. “No basta –dijo el líder
checo- con oponerse al autoritarismo, con predicar la
democracia o hablar laudatoriamente de la libertad de
los hombres y de las naciones. Debe tenerse una recta
concepción de la democracia como teoría y, a la vez, el
valor de poner esa teoría en la práctica, recta, justa y
valerosamente. De otro modo, todas esas palabras
pomposas sobre la democracia no son más que palabras
vanas, palabras y nada más que palabras, para encubrir
los más vulgares y egoístas intereses de las clases, los
partidos e individuos dirigentes.”
Se dirá, con entonación romántica, que el partido no
puede apartarse de la trayectoria demarcada por sus
fundadores, los partidos no son otra cosa, en cada
época, sino lo que quieren sus equipos activos, pueden
colocarlos a contramano de la historia o de su origen.
Evolucionan o se extinguen. El partido republicano, con
Lincoln como fuerza progresista, ocupa ahora el polo
reaccionario. Y en nuestro país, agrupaciones
tradicionales que fueron instrumento de avance
ideológico, terminaron diluyéndose en el
conservadorismo. Esta divergencia entre los fines del
partido y su sentido popular constituyó el drama
reciente del Radicalismo. Como sus cuadros activos no
reflejaban el pensamiento del pueblo radical exigimos
voto directo y representación de las minorías. El hombre
del pueblo hubiera mantenido la línea tradicional y el
país no habría sufrido las dolorosas alternativas que
derivaron de su desviación.
Puede el partido, en cambio, combatir la gestión
oficial, señalando las lesiones que infiere a los
intereses eminentemente populares, la falacia de su
obrerismo, sus contradicciones íntimas, sus negaciones
de las libertades políticas y culturales, mas no como un
mero movimiento de oposición, sino como una fuerza
constructora de la nacionalidad que tiene su propio
camino y sus propios fines, y que actúa con objetivos
nítidos, con claro sentido revolucionario, con pasión de
pueblo, propendiendo a la transformación fundamental de
las instituciones.
¿Fuerza revolucionaria o contrarrevolucionaria? Detrás
de todos los eufemismos, ahí reside el problema. Si en
lo futuro privara el pensamiento conservador, el pueblo
habría de perder definitivamente el órgano fundamental
de su expresión política y una nueva perspectiva sombría
se levantará en el país. Si se afirma su sentido
histórico, los días próximos serán de lucha, pero
inevitablemente victoriosos para la causa del pueblo.
Plantear el problema en sus verdaderos términos no
implica afectar la unidad, como pretenden quienes
quieren cubrir con un manto de palabras la realidad
radical. Dos fuerzas antitéticas no se suman, se restan.
No existe unidad sin unidades de doctrina y de conducta,
ni puede combatirse al continuismo de la dictadura sin
combatirse al continuismo del sistema que trajo la
dictadura.
No hay mejor favor al sistema gobernante que el
mantenimiento de las condiciones que debilitaron al
partido ni peor daño que la supresión de esas
condiciones. El Radicalismo no será una fuerza
orgánicamente revolucionaria si no las extirpa de su
seno. No es una lucha contra hombres o grupos de
hombres. Es una lucha contra un modo de pensar, contra
un modo de actuar, contra procedimientos y fines que han
intentado desnaturalizar las esencias del Radicalismo,
frustrando sus inmensas posibilidades y provocando
sufrimientos irreparables al país. Pero es una empresa
seria y difícil. La resistencia de los intereses creados
es tenaz, sutil y poderosa, adopta mil formas
cambiantes, se enlaza con todas las formas de la vida
conservadora argentina, es implacable cuando dispone de
los resortes del poder –dos generaciones radicales
fueron trituradas entre los engranajes de la máquina- y
en la hora del contraste que sus contradicciones
intrínsecas gestaron, se agazapa en los vericuetos
reglamentarios, se viste con la túnica de las grandes
palabras y clama en su auxilio por los sentimientos de
solidaridad, como si se tratara de un insignificante
problema de personas. Levantó como única bandera, la
bandera de la legalidad, para no herir los caros
intereses del privilegio y acudió al comicio decisivo,
después de haber violado, en la mayor parte del país,
los principios sustanciales de la legalidad interna. Las
normas democráticas de la Carta Orgánica de 1931, a
quince años de sanción, no tuvieron plena vigencia, ni
tampoco el compromiso contraído ante la historia y ante
el país en la resolución de octubre de 1945. Aun no se
aplican las bases de la Organización Nacional de la
Juventud dictadas en 1939. Siete años después, la ley
del partido no rige en el partido.
Es una lucha seria y difícil. Es una lucha que debe
comenzar por librarse dentro de cada uno de nosotros,
pero es la lucha indispensable para la pervivencia del
Radicalismo, el paso previo para dotar al país de la
gran fuerza forjadora de su porvenir. La caducidad de
los actuales organismos, exigencia perentoria y signo
visible de la iniciación de una nueva etapa, sólo abre
una posibilidad. Necesitamos un nuevo espíritu, que no
es otro sino aquel viejo espíritu que dio nombre al
partido, designándolo con la virtud esencial del
civismo; nuevos procedimientos que solo exciten en la
ciudadanía los sentimientos de responsabilidad nacional;
una nueva estructura, que otorgue siempre el poder de
decisión, clara y concretamente al hombre del pueblo, en
quien creemos y confiamos; y una permanente decisión de
lucha contra todos los intereses y todos los
privilegios, por la creación de las condiciones del
desarrollo nacional y del bienestar social, de la
liberación política, económica y cultural de nuestros
hombres y mujeres; una democracia humanista y militante
en la tierra de los argentinos. Es una gran tarea para
un gran partido. Vive en la gesta de sus fundadores; en
los sacrificios de millares de combatientes abnegados y
anónimos que consagraron sus vidas al servicio de este
ensueño de redención nacional; en la esperanza de los
seres humildes que pueblan nuestros campos y ciudades.
Con fe profunda en su futuro y en la prevalencia final
de nuestros ideales, con la voluntad encendida de
consumar los duros trabajos de construcción de un país,
levantemos al viento la vieja bandera radical y
marchemos hacia el porvenir.
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