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Cuando la enfermedad lo doblegó y
empezaban esos momentos sombríos que anuncian el fin, pudo
todavía murmurar: “La sigo peleando”. Cuando supe de esas
palabras se me encogió la garganta, sentí que aquel hombre
que había combatido durante su vida entera iba a morir en su
ley: combatiendo hasta el último momento, con el coraje y el
estoicismo que lo habían señalado a lo largo de su
existencia. Y así fue.Y luego tuvo que rendir sus armas.
Pero esa rendición fue su último y más memorable triunfo en
su largo combate por la libertad: el pueblo argentino fue
sacudido por su muerte, un silencio augusto se abatió sobre
la Nación, por encima de clases y de opiniones sentimos que
alguien que importaba había dejado de ser; alguien que con
coraje inalterable, con denuedo ininterrumpido había peleado
a lo largo de todos sus días por la libertad. Esta emoción
callada a veces, con lágrimas en muchos ojos de mujer y
hasta de hombres, este conmovido recogimiento, demostró que
la Argentina, más allá de cualquier otra condición, ama esos
valores republicanos estampados en nuestra Carta Magna, esos
principios que austera y valientemente estaban encarnados en
el último de los caudillos. Caudillo que nació en cuna
humilde y murió en la humildad. ¿Qué elogio más grande puede
hacerse de un hombre que tuvo a su alcance todos los bienes
materiales? En una crisis moral tan profunda como la que
atraviesa la patria, en medio de tanta corrupción, ¿qué más
significativo que esta inclinación de las cabezas ante su
cadáver?
Sus funerales han sido –quien lo
puede dudar- los funerales del despotismo. Su muerte ha sido
la vida de la libertad.
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