|
Organizados los clubes parroquiales en la capital,
disuelta a tiros la reunión de San Juan Evangelista, y
constituida la coalición política de la Unión Cívica en
el “meeting” del 13 de abril, pensé que había muchos
elementos de importancia ya preparados para imprimir una
dirección enérgica a la política opositora. Tenía la
convicción de que los gobernantes sofocarían por la
violencia cualquier movimiento electoral pacífico de la
oposición, pues ése era su sistema y lo que pasaba en
todas las provincias, ya daba comienzo también en la
capital, con los abusos incalificables de la política
durante la inscripción, y con el atentado de San Juan
Evangelista.. No había, pues, que esperar que nos
dejaran libertad para votar; y entonces no quedaba otro
remedio de hacer prevalecer la opinión pública, de una
violencia en sentido contrario, en defensa de la
Constitución, de las leyes y de todo cuanto más caro hay
en un pueblo, que los gobernantes vilipendiaban con
cinismo. ¿Éramos ciudadanos de una República o siervos
de una camarilla de explotadores?. Tal era el problema
que se planteaban los hombres de bien, y que nosotros
debíamos solucionar pronto. Observé que el movimiento
del 13 de abril había sido imponente; que el pueblo
respondía a las exigencias supremas de la patria. Vi que
la juventud independiente tenía el carácter y la
entereza necesarios para cumplir con su deber y con el
programa de resistencia y de combate que ella misma
había trazado con mano firme. Hablé con los presidentes
de los clubes parroquiales para cerciorarme de la
consistencia de esos clubes y saber el ánimo en que se
encontraban; resultando que el espíritu de resistencia
revolucionaria era general, porque el malestar también
era común. Conferencié con algunos hombres de las
provincias, como los señores Santiago Gallo, de Tucumán;
Delfín Leguizamón, de Salta, Guillermo Leguizamón, de
Catamarca; los doctores Mariano N. Candioti, Agustín
Landó y Lisandro de la Torre, del Rosario; los señores
Ataida y H. Román, de Córdoba, y otros encontrando en
ellos y en los pueblos de sus provincias, según me
informaron, la posibilidad de secundar un movimiento
revolucionario que se iniciara en la capital. Escribí
con el mismo propósito al doctor Guillermo San Román, de
la Rioja, y me contestó que esa provincia respondería al
plan revolucionario.
El malogrado y valiente Julio Campos y Alvaro Pintos, de
La Plata, deseaban promover allí el movimiento
simultáneamente. Yo era de esa opinión, pero tuve que
desistir por consideraciones que presentaron los
miembros de la Junta.
Hombres influyentes de la capital, con quienes hablé en
el mismo sentido, encontraron que era una necesidad
prepararnos para la lucha armada. Debe ser entendido que
no a todos les hablaba claramente de una revolución,
sino que averiguaba la disposición de su ánimo para
resistir por la fuerza en caso necesario la opresión y
la violencia del gobierno.
Encontrando tanta aceptación el plan revolucionario en
el elemento civil, por estelado, no había más que
proceder a la organización de los clubes, con el
propósito indicado.
Siempre pensé que triunfante una revolución en Buenos
Aires, las situaciones provinciales odiadas por el
pueblo caerían solas cuando les faltara el brazo que las
sostenía contra la opinión pública. Esta convicción que
tenía de nuestro país fue confirmada por el movimiento
revolucionario del Brasil, el cual se limitó a dominar
la capital, y se adhirieron en seguida las provincias a
pesar del prestigio que conservaba la monarquía, y de
las cualidades personales del monarca, muy opuestas a
las que adornaban a nuestro jefe de Estado. Pero, no
obstante esta opinión arraigada, consideré conveniente
que las provincias se preparan por secundar la
revolución, sacudiendo con su propio esfuerzo los
gobiernos que las oprimían y esquilmaban. Algunas
provincias del centro y norte de la República estaban
prontas para alzarse en armas, esperaban la voz del
mando, que no les fue dada por el motivo que expondré
más adelante. Por otra parte, debe advertirse que las
provincias me pedían elementos que yo no podía
proporcionarles, armas especialmente y por esto también
fue necesario limitar la acción.
EL EJERCITO
Desde que usted me vio para formar la coalición política
que fue aclamada el 13 de abril, yo tenía la convicción
de que con el pueblo solo sería difícil hacer triunfar
un movimiento revolucionario, contra tantos elementos de
fuerza con que contaba el gobierno. Pensaba que debíamos
organizar vigorosamente el elemento civil en la capital
y las provincias; pero creía en extremo necesario buscar
la participación del ejército en esta gran obra
regeneradora, contra la cual el gobierno esperaba
lanzarlo. Tenía buenas relaciones en el ejército,
conocía su espíritu y los sentimientos levantados de
muchos jefes y oficiales. No podía convencerme de que un
ejército que contaba con elementos tan sanos, sirviera
de guardia pretoriana a gobernantes tan pequeños.
Mi idea, pues, desde un principio fue ésta: preparar el
espíritu del pueblo para la revolución y buscar el apoyo
del ejército. Así el movimiento conservaría su carácter
popular, interviniendo el ejército en su auxilio; y la
lucha armada sería menos sangrienta y más rápida.
Llevada a cabo en esta forma, pueblo y ejército de mar y
tierra habrían consumado una revolución imponente, en
defensa de las instituciones y de cuanto mas caro
tenemos los argentinos. La gloria de la jornada sería
común, y quedaría este precedente histórico, que el
ejército no era una máquina automática creada para
provecho personal de gobernantes corrompidos, sino el
guardián de las instituciones y del honor nacional. Con
este sentimiento, el día mismo del “meeting” del 1º de
setiembre, una persona caracterizada me indicó que un
empleado de policía quería verme con mucha urgencia. Le
observé que debía asistir al “meeting”,
indefectiblemente y temiendo que quisiera revelarme
algún atentado contra los jóvenes independientes, le
insté que lo invitara a pasar por el Jardín Florida a la
hora de la reunión. No pude verme con él hasta el día
siguiente. Hablé con el empleado de policía, a quien yo
conocía perfectamente, y me dijo que un grupo de
oficiales del ejército con quienes estaban en relación
deseaba ponerse al habla con los opositores al gobierno,
pues ellos creían que había llegado la hora de probar
que el ejército no era máquina de opresión sino milicia
de libertad.
Después traté de ponerme en comunicación con estos
oficiales, pero ya se habían desorganizado, no se valían
del mismo intermediario. Recuerdo este ofrecimiento
militar, porque fue el primero que recibí del ejército.
Cuando hubo terminado la procesión cívica del 13 de
abril, nos retiramos con el doctor Del Valle al Club del
Progreso, y allí vino el comandante Joaquín Montaña a
comunicarnos esta noticia importante; que acababan de
comunicarle unos oficiales distinguidos del ejército que
había un grupo de oficiales con mando de tropa,
opositores al gobierno, quienes deseaban ponerse al
habla con nosotros, representándolos los capitanes
Castro Sunblad, Lamas, el teniente Berdier y el
subteniente Uriburu. Muy contentos con noticia tan
halagüeña, convinimos en que los citara para el día
siguiente en casa del doctor Del Valle. No me fue
posible concurrir a la cita, porque a esa hora tuve una
reunión importante con la junta Ejecutiva para dar
impulso vigoroso a los trabajos.
De la conferencia vinimos en conocimiento que había una
agrupación de oficiales de los diversos cuerpos de
guarnición, una especie de logia, formalmente
juramentados y decididos a fusionar con el pueblo contra
el gobierno vergonzoso que nos afrentaba.
El doctor Del Valle tuvo varias conferencias con esos
oficiales que ensanchaban sus trabajos, y poco tiempo
después me puse directamente en relación con ellos en
casa del poeta Joaquín Castellanos, cerciorándome que
eran jóvenes muy distinguidos y patriotas. La reunión
fue animada; me comunicaron todos los datos que tenían
referentes al espíritu de los cuerpos, a la cantidad de
oficiales comprometidos, al mando que tenían, etc. les
pedí que continuaran los trabajos con actividad porque
los acontecimientos se iban a precipitar, y convenía no
tener en suspenso una conspiración en la que jugaban con
la vida. De esta entrevista salí muy satisfecho, y creo
que a ellos les pasó lo mismo. Quedamos en que nos
veríamos dentro de cuatro o cinco días en la misma casa.
Recuerdo que a esta primera reunión concurrieron el
mayor Drury, los capitanes Lamas, Castro Sunblad,
Fernández, Facio, y los tenientes Berdier, Pereyra, Ruiz
Díaz, Pinto y Uriburu, y otros más cuyos nombres no
recuerdo.
Contemporáneamente había tenido una conferencia con el
coronel Julio Figueroa, en casa del señor Angel
Ugarriza, y allí, hablando de la posibilidad de un
movimiento revolucionario contra el gobierno de Juárez,
el coronel Figueroa me dijo por el conocimiento que
tenía del ejército, era su opinión que más de un cuerpo
vivaría al pueblo alzado contra ese gobierno bochornoso.
Y tratando más detenidamente del estado de cada cuerpo
de la guarnición, me dijo que creía con seguridad que el
9º de línea respondería al movimiento revolucionario,
pues estaban mandadas las compañías por oficiales muy
decentes y patriotas. Quedamos en que él se encargaría
de ver a esos oficiales y comunicarme el resultado. A
los pocos días me dijo que podíamos contar con el 9º,
que ya había hablado con los oficiales, encontrando en
ellos espíritu más decidió, que los capitanes de
compañía eran muy queridos en el cuerpo, por sus
condiciones y por haberse formado allí, unos llevaban
catorce años y otros dieciocho de vida común con los
soldados; que estuviera seguro que ese batallón
secundaría el movimiento revolucionario, por lo cual él
mismo lo mandaría. Me permití dudar de la confianza con
que me aseguraba el concurso del cuerpo, y entonces me
ofreció ponerme en relación directa con los comandantes
de compañía. Tuvimos esa entrevista, a la cual
asistieron los capitanes Sarmiento, Señorans y un
teniente de la otra compañía, en representación del
capitán que faltaba. Allí quedé convencido de la verdad
de cuanto me había dicho el coronel y de la decisión
patriótica de los oficiales del 9º de línea. Aun cuando
el jefe y segundo jefe no habían sido vistos todavía, ya
podíamos contar seguramente con este cuerpo, pues aparte
de la decisión resuelta de los oficiales y de su
influencia en el batallón, el coronel Figueroa tenía
mucho prestigio, era muy querido, lo había mandado ocho
años y respondía con toda seguridad del concurso del 9º.
Era tal la confianza que tenía en ese batallón, que
había visto para el movimiento revolucionario hasta
cabos, sargentos y soldados.
Entre los oficiales con quienes hablé en casa de
Castellanos había algunos del 1º de artillería; pero
aquel cuerpo tenía ocho compañías, y era muy importante
ver el mayor número de capitanes. El señor Natalio
Roldán, me puso en comunicación con su malogrado hijo,
el valiente y distinguido capitán Manuel Roldán, quien
se adhirió con entusiasmo al movimiento revolucionario,
y por su intermedio vi a otros oficiales más de
artillería. Hablé también con el capitán Rojas, que se
comprometió conmigo, asistió a varias reuniones, y luego
faltó haciéndonos fuego en los combates de julio.
Tuvo lugar una segunda reunión de oficiales mas numerosa
que la primera, en casa de Castellanos, y allí me
convencí que ya podíamos contar seguramente con casi la
totalidad de los oficiales del 1º de artillería, del 1º
y 5º de infantería, de Ingenieros, con los cadetes de
Palermo, concertados por Hermelo, aparte del 9º y de los
capitanes Calandra y Ratto, con dos compañías del 4º,
vistos por el coronel Figueroa. Todo esto sin contar con
que estaban minados los cuerpos de la guarnición, que no
eran revolucionarios. En esta conferencia comuniqué a
los oficiales la resolución que formaba de lanzarnos al
movimiento revolucionario, en vista de los poderosos
elementos con que contábamos, pues ya disponíamos
también de la escuadra, como se verá luego. Esa noche
convine con los oficiales en la formación de grupos
civiles para fortalecer la salida de los cuerpos y
aprehender a los jefes, organizaciones civiles que ya
había encargado yo con antelación. Hasta entonces se
habían hecho trabajos para explorar la situación del
ejército y ver con que elementos se contaba, pero me
parecieron éstos tan poderosos ya, que anuncié a los
oficiales la resolución trascendental, asegurándoles que
los miembros de la junta, de los cuales sólo conocían al
doctor Del Valle, estarían en la misma resolución.
Ellos, lejos de mostrarse algo embarazados por el giro
grave que tomaban los acontecimientos, rivalizaron en
expansiones, su entusiasmo y satisfacción por que
lleváramos adelante con mano firme el plan
revolucionario. Quedaron los oficiales de cada cuerpo en
nombrar sus respectivos representantes, y me hicieron
presente la necesidad de que un jefe de alta graduación
mandara el movimiento militar. Les contesté que había
varios jefes de alta graduación en nuestra causa, y que
oportunamente los conocerían.
Después, como ueste recordará hubieron dos o tres
reuniones de oficiales revolucionarios en su casa,
adoptándose resoluciones importantes.
El 10º de línea se obtuvo por trabajos del mayor Soler,
capitán Rosas y Racedo, capitán Osorio y el teniente
Misaglia. Una vez que fue trasladado preso al cuartel
del 10º el general Campos, se hizo de todo punto
necesario, imprescindible, conseguir este batallón.
Convenía mucho para el plan revolucionario conseguir su
apoyo, y esta necesidad se hizo más apremiante, desde
que el cuartel del 10º era la prisión del jefe que debía
mandar las fuerzas militares. Si el batallón no podía
adherirse al movimiento saliendo sigilosamente, debía
tratarse de sublevarlo para que quedara en libertad el
general Campos. Felizmente el día 25 de julio el capitán
Rosas Racedo, en una conferencia con Del Valle, Montaña,
capitán Osorio y Missaglia, avisó que los trabajos entre
los oficiales estaban muy adelantados, y que creía sacar
el cuerpo para la revolución, lo que se puso en
conocimiento del general Campos. El batallón de Cabos y
Sargentos debía entrar también en la revolución, pero
falló y no concurrió a la cita.
Deseando poner en relaciones a los oficiales de todos
los cuerpos entre sí, y con el jefe superior que
mandaría las fuerzas revolucionarias, las convoqué a una
reunión en casa del doctor Copmartin, calle Belgrano,
cerca de la policía. Allí concurrieron como cuarenta o
cincuenta oficiales, los jefes superiores coronel
Figueroa y el general Campos. A esta conferencia asistí
con el doctor Del Valle, como a las subsiguientes, luego
que se resolvió echarnos a la calle, según la frase que
empleábamos. La reunión fue demasiado numerosa, pero no
imprudente, por hacerse a las barbas de la policía,
donde sus agentes jamás se imaginarían que se tramaba
una revolución armada, pues para esta clase de
entrevistas es costumbre buscar puntos solitarios y
alejados, que la policía vigilaba mucho. Los oficiales
se estrecharon las manos con efusión, con sinceridad,
con esa sinceridad de los conspiradores que se coaligan
para una obra grande y patriótica. Informaron al jefe de
todos los elementos con que se contaba en cada cuerpo, y
del plan para sacar los batallones de los cuarteles;
oyeron las indicaciones de aquél; y todos se retiraron
convencidos que eran impotentes los elementos del
ejército que entraban en la revolución. Campos salió
satisfecho de la entrevista.
LA ESCUADRA
El joven Ricardo Oliver me puso en relación con el mayor
Ramón Lira, quien se sentía movido también por este
sentimiento patriótico de oposición radical hacia el
régimen imperante. Hablamos de política, y no ocultó su
antipatía al gobierno de Juárez; le pregunté cuál era el
espíritu que animaba a la oficialidad de la armada, y me
dijo que creía que habían de simpatizar, como el, con la
causa de la Unión Cívica. Entonces le pedí que viera a
sus compañeros de la escuadra, y se cerciorara de sus
afecciones políticas, y que con habilidad inquiriese si
estarían dispuestos a acompañar a la Unión Cívica “¿Para
qué doctor?”, me preguntó. “Para secundar el programa de
la Unión Cívica e ir hasta donde ella vaya”, le repuse.
Nos miramos fijamente y quedamos entendidos.
A los pocos días vino y me presentó al alférez de
fragata Leopoldo Pérez, anunciándome que ya contaba con
varios oficiales de la escuadra, cuya lista me entregó,
animados de sus mismos sentimientos políticos opositores
al gobierno de Juárez, y que secundarían la Unión
Cívica. Quedaron en continuar los trabajos en los buques
que faltaban, y en comunicarme el resultado. En la misma
hora en que me puse en relación con el mayor Lira, el
doctor Martín M. Torino y don Alberto Honores me
abordaron con franqueza en el comité sobre si preparaba
un movimiento revolucionario, porque ellos estaban
dispuestos a prestarme toda su ayuda si tal era mi plan
de campaña. Conociendo a estos caballeros, no vacilé en
comunicarles que, efectivamente, preparaba un movimiento
revolucionario, y que aceptaba su concurso. Torino me
dijo, a los varios días, que el 2º jefe de la cañonera
Maipú, don Guillermo Wells, el comisario y otros
oficiales del buque, entrarían en un movimiento armado,
y que deseaba ponerme en relación con ellos. Aceptó el
ofrecimiento y tuve una conferencia con los oficiales
referidos en un altillo del Mercado Modelo. Me dijeron
que podíamos contar con la Maipú, prescindiendo del
jefe.
Honores me ofreció presenta al mayor O´Connor,
comandante del Villarino, porque estaba seguro que le
era simpática la causa de la Unión Cívica, y la idea
revolucionaria. Le di cita en una casa del sur de la
ciudad, y antes de que llegara el día indicado, Lira,
Pérez, Wells y otros oficiales de marina, me anunciaron
que las adhesiones eran numerosas y que convenía tuviese
con ellos una conferencia. Les cité para la misma casa
donde debía verme con O´Connor, una hora antes.
Perfectamente de acuerdo con el mayor O´Connor sobre la
campaña política revolucionaria emprendida, llegó la
hora en que se aparecieron los demás oficiales y el
mayor Lira, experimentando todos una agradable sorpresa
y entregándose a efusiones amistosas. Lira y los
oficiales que había visto, ignoraban que estuviera
O´Connor ni la oficialidad de la Maipú, y éste y los
oficiales del buque nombrado, a su vez, no sabían que
Lira y los demás oficiales hubiesen entrado en
relaciones con la Unión Cívica.
Así es que la sorpresa fue muy agradable para todos;
para mí porque veía congregados jefes y oficiales
distinguidos de la armada, comprometidos a ponerla al
servicio de la revolución; para ellos, porque se
confortaron al ver que estaban casi todos en el plan
revolucionario. Ya también estaba conseguida la división
de torpederas con su 2º jefe por los trabajos de Lira y
Pérez. Estaban en el movimiento de la Unión Cívica. El
Plata, las torpederas la Paraná, la Patagonia, la Maipú
y el Villarino, es decir, estaba la escuadra con la
revolución. Les pedí que se pusieran de acuerdo para
nombrar los jefes de los buques y de la escuadra y que
me comunicaran pronto los nombramientos. Al día
siguiente me dijeron que el mayor O´Connor sería el jefe
de la escuadra y el mayor Lira el 2º jefe, y quienes
mandarían los buques.
JEFES
Después del “meeting” del 13 de abril, encontré un día,
por la calle Florida, a los coroneles Julio Figueroa y
Mariano Espina, quienes me preguntaron cuál era la
actitud que asumía la Unión Cívica en presencia de los
escándalos gubernativos, cada día más desvergonzados.
Que era necesario preparar el pueblo para un movimiento
serio, al que muy probablemente seguiría el ejército, o
al menos no hostilizaría. Insistieron en que no mirara
al ejército como enemigo del pueblo, siguiendo una
creencia general de que el presidente dispondría
discrecionalmente de las fuerzas creadas para defender
las fronteras y el honor nacional. Tomé la palabra a
estos jefes y les dije que estábamos organizando
previamente los elementos populares y que en oportunidad
solicitaría su concurso.
El general Manuel J. Campos era muy conocido como
opositor radical y vehemente al gobierno del doctor
Juárez Celman; terminado el meeting del 13 de abril, fue
llevado preso por la policía, lo que contribuyó a
aumentar su antipatía a los gobernantes. Sabía por el
doctor Del Valle que el general Campos era hombre
dispuesto para un movimiento subversivo contra Juárez;
yo también había hablado, en general, con él de la
necesidad de hacer algo serio para salvar el país; pero
sin concretar ninguna fórmula, ni menos comunicarle
todavía los elementos con que contaba para un movimiento
armado contra el gobierno que todos condenábamos.
Pedí al doctor José Juan Araujo que, con la habilidad
necesaria, hablara con el general Domingo Viejobueno de
política opositora, y según como lo tratara, concertase
una entrevista de este jefe conmigo. En seguida me
informó que lo había encontrado muy bien dispuesto y que
tal día nos veríamos. La conferencia fue breve, porque
al momento adhirió a la idea revolucionaria, y entonces
le dije que era conveniente tuviésemos una conferencia
con el general Campos en casa de éste, en la cual le
comunicaría los elementos con que contaba. En seguida
hablé con Campos, fijando día para la conferencia con
Viejobueno. Allí les expuse todos los elementos con que
contaba para el movimiento revolucionario, y meditando
con suma seriedad y cautela, pusieron en duda que los
oficiales sacaran los cuerpos contra los jefes, dijeron
que los oficiales se dejaban llevar con frecuencia por
su entusiasmo, y no medían todas las dificultades de una
empresa llena de peligros. Conviniendo conmigo que era
una base muy sería la que teníamos en el ejército, me
aconsejaron que continuásemos los trabajos en los
cuerpos y que pusiera la oficialidad en contacto con uno
de ellos, con Campos, porque no convenía que se hiciera
notable la participación de Viejobueno, Jefe del Parque.
Entonces fue cuando dispuse aquella reunión de oficiales
en casa del doctor Copmartin, de la cual salió muy
satisfecho el general Campos. Vio que la oficialidad era
distinguida y que estaba resuelta hasta llegar al
sacrificio. Estos dos jefes eran de la misma graduación
, generales de brigada; y por la circunstancia del
puesto de feje del Parque, tan delicado e importante,
que ocupaba Viejobueno, el cual no convenía, bajo
ninguna forma, exponernos a perderlo, haciendo
intervenier a éste demasiado en los trabajos
revolucionarios, y por la extrema miopía que padece este
distinguido general, convinieron ellos que Campos
tuviera el mando de las fuerzas.
Ya le he dicho que en casa de Ugarriza me puse de
acuerdo definitivamente con el coronel Figueroa y cuál
fue el valioso contingente que trajo a la revolución el
9º de línea, dos compañías del 4º, y su consejo y ayuda
en los trabajos revolucionarios, pues desde entonces
formó parte del grupo o junta que preparaba la
revolución.
El doctor Del Valle habló con el general de división don
Joaquín Viejobueno, quien adhirió al movimiento de la
Unión cívica, aunque sin tomar una participación muy
directa. Como era general de división, a el correspondía
el mando del ejército revolucionario, él lo hubiera
obtenido; pero una circunstancia imprevista y que
debíamos atenderla con toda necesidad, hizo que, al
estallar la revolución, el general Joaquín Viejobueno
tuviera que salir de Buenos Aires. Esta circunstancia
hizo que continuara en el mando de las fuerzas el
general Campos.
Tuve también una entrevista con el general Racedo; este
jefe no deseaba tomar parte en el movimiento
revolucionario de la capital, sino conseguir uno o más
buques de guerra y algunas tropas de línea, para
convulsionar el litoral, especialmente Entre ríos, donde
tenía elementos populares organizados. No obstante su
propósito, influyó con el comandante Ruiz, jefe del 5º
para que nos acompañara en la revolución; y con el mismo
objeto decidió al comandante Casariego, jefe del
batallón de ingenieros, quien no pudo entrar por haber
sido preso. Quedó el general Racedo en ver al comandante
José García, feje del 9º de línea, pero no pudo hacerlo.
Don Natalio Roldán y yo hicimos ver al capitán Mon, 2º
jefe del 9º, con su propio señor padre, para que entrara
a la revolución. El cuerpo quedó listo para ponerse en
movimiento, hasta con su 2º jefe. Momentos antes de
estallar la revolución como a las 3 de la mañana, recién
los oficiales del 9º y el mayor Mon informaron al
comandante García del plan revolucionario, adhiriendo
este jefe al movimiento.
El mayor Bravo, 2º jefe del 5º , me ofreció su concurso,
porque le gustaba la causa, y porque sabía que los
oficiales estaban en la revolución. Tuve dos
conferencias con él, en casa de Miguel Páez. Ya sabíamos
que este distinguido jefe había mandado ofrecer sus
servicios y que estaba en la revolución desde el
principio, según lo aseguraron a su nombre los oficiales
del 5º. En los últimos días que precedieron a la
revolución, el general Racedo habló con los comandantes
Ruiz y Casariego. Como he dicho, ellos aceptaron entrar
al movimiento y ofrecieron su espada, pero ya los
oficiales de los cuerpos habían abrazado la causa
revolucionaria.
Estaban en el plan revolucionario, y me habían prestado
su ayuda los coroneles Morales, Irigoyen, comandante
Joaquín Montaña, y mayores Vázquez, Carranza, Soler y
Drury. Concurrieron al Parque cuando estalló la
revolución, los generales Napoleón Uriburu, Eduardo
Racedo, los coroneles Mariano Espina, Martín Guerrico y
Julio Campos, el comandante López, el comandante
Córdoba, mayor Ricardo A. Day y varios jefes más de
guardias nacionales y de línea, cuyos nombres no
recuerdo en estos momentos, pero que ya son conocidos
del pueblo. Las peripecias del distinguido mayor
Vázquez, son muy conocidas.
PLAN DE LAS OPERACIONES MILITARES
La revolución hubo de hacerse de día, y ya estaban
tomadas todas las disposiciones para lograr un éxito que
yo creí siempre seguro, cuando fue necesario cambiar de
hora y de teatro, porque la oficialidad consideraba
imposible o muy peligroso el sacar de día algunos
cuerpos sublevados de los cuarteles, mucho más cuando
habría que tomar medidas violentas contra los jefes si
se presentaban a impedir la adhesión del ejército. Yo
insistía en que la revolución fuese de día, entre otras
razones poderosas que después se dirán, porque así
tendría su verdadero carácter popular, debiendo operar
primeramente el elemento civil atacando la Casa Rosada y
el Congreso y apresando a las autoridades. El ejército
vendría entonces en su apoyo.
La revolución estuvo, primero, combinada para hacerla de
día a las 3 de la tarde. Tenía tomadas varias casas en
puntos estratégicos, y el combate debía librarse en la
plaza de Mayo. Se haría una interpelación ruidosa al
Ministro de la Guerra, lo que atraería al Congreso al
doctor Pellegrini y a los generales Roca y Levalle. Como
se trataría de un asunto tan sensacional, el presidente
asistiría a su despacho. Así que en la plaza de Mayo
estarían todos los personajes que debíamos prender, y
estaba toda tan bien combinado que ninguno iba a
escapar. Tenía organizados varios grupos populares a
rémington.
Estos grupos, distribuidos convenientemente, llevarían,
en el momento oportuno, el ataque a la plaza de Mayo.
Las divisiones serían mandadas por el coronel Morales,
comandante Montaña y Mayor Felipe Vázquez y otros más.
El doctor Miguel Goyena representaría a la Junta
revolucionaria en el ataque a la casa de Gobierno, y el
doctor Mariano Demaría tendría igual representación en
la columna que atacara al Congreso. Los cuerpos
revolucionarios saldrían de sus cuarteles antes de que
el pueblo llevara el ataque a la plaza de Mayo para
llegar oportunamente, más que a pelear a presentar armas
al pueblo levantado contra un gobierno bochornoso, como
sucedió en la revolución del Brasil. Tenía listos diez
hombres con buenos caballos para impartir órdenes. El
general Campos, yo y demás miembros de la Junta
estaríamos en el estudio de Del Valle, casi en la plaza,
para dirigir el movimiento en el teatro mismo de los
sucesos. Estaba todo tan bien combinado, que creo
hubiésemos triunfado, al menos, hubiéramos tomado
prisioneros a los hombres que podían organizar la
defensa del unicato. La oficialidad, como le he dicho,
se opuso al fin a este plan, porque creía muy difícil
sublevar, en pleno día, algunos cuerpos revolucionarios.
Después convinimos hacer estallar el movimiento a las 9
de la noche, atrayendo a un teatro, con algún
espectáculo extraordinario, o durante las fiestas
julias, al presidente y demás hombres que necesitábamos
apresar. Tomé casas en las cercanías de la Opera y el
Politeama. En la hora convenida, estallaría la
revolución, atacando al teatro los grupos civiles; nos
apoderaríamos de los personajes aunque se desmayaran las
damas con el primer sobresalto, porque en seguida
aplaudirían al pueblo .Los cuerpos saldrían
oportunamente de sus cuarteles para llegar en el momento
preciso, detener la policía y ocupar la ciudad. Pero
también desistimos por dificultades para sacar los
cuerpos en las primeras horas de la noche, y cuando ya
empezaba a vigilarnos mucho la policía. Este plan
hubiera dado buenos resultados, aunque era ya más
difícil el apresamiento de los personajes, caso de que
no fueran.
El plan definitivo de las operaciones militares fue
confeccionado en la penúltima reunión que tuvimos con
los oficiales representantes de los cuerpos en casa del
doctor Castro Sunblad, a la cual asistieron éstos, el
general Campos, los coroneles Figueroa e Irigoyen, el
doctor Del Valle y yo. En la subsiguiente y última
conferencia se comunicó el día que debía estallar la
revolución. El plan era el siguiente: a las 4 de la
mañana saldrían los cuerpos de sus cuarteles marchando
en seguida con rapidez al Parque, lugar de reunión de
todos nuestros elementos. Reunidas las fuerzas
revolucionarias en la plaza del Parque, inmediatamente
se desprenderían dos columnas compuestas de infantería y
artillería; una de ellas llevaría el ataque a la Policía
Central, donde estaba el cuerpo de bomberos y vigilantes
escogidos, si no se entregaban, se les batiría. La otra
columna atacaría en sus cuarteles a los cuerpos de línea
afectos al gobierno, intimándoles rendición, o
batiéndolos en seguida, si no se sometían. Ambas
columnas de ataque, debían obrar con suma rapidez y
energía, porque de su éxito dependía el apoderarnos de
la ciudad, después de batir las fuerzas enemigas. El
Parque sería defendido por alguna infantería de línea,
artillería y los cívicos, con lo que se creyó suficiente
para resistir un ataque posible.
Una vez tomada la policía y rendidas o dispersadas las
fuerzas gubernistas, debíamos ocupar inmediatamente la
casa de Gobierno, el telégrafo, las estaciones de
ferrocarriles y todas las posiciones estratégicas; en
una palabra dominar toda la ciudad.
Posesionados así de la capital de la República,
partirían en seguida a Córdoba y al Rosario algunos
cuerpos de línea para favorecer las revoluciones de las
provincias.
La escuadra, cuando observara las señales convenidas,
haría algunos disparos de cañón sobre el cuartel de
Retiro y sobre la plaza de Mayo y casa de Gobierno,
debiendo cesar su fuego por señales igualmente
convenidas. Este plan no se modificó hasta el 26 de
julio en el Parque por indicaciones del general Campos,
como verá usted más adelante.
La prisión de los doctores Juárez y Pellegrini y de los
coroneles Roca y Levalle nos había preocupado mucho,
creyéndola de gran importancia. Se trataba de impedir
que los dos primeros organizaran la contrarrevolución en
la capital o en las ponencias. Valiéndose de su título
legal, que el ministro de la Guerra usara su influencia
en la guarnición de la Capital, y que el general Roca
moviera sus adeptos del interior y dispusiera de sus
elementos en el ejército.
Cuando se iba a hacer de día la revolución, yo había
tomado todas las medidas para la aprehensión de estos
hombres, y garantía a los miembros de la Junta, que
serían ellos tomados en la casa de Gobierno y en el
Congreso. Pero cuando se decidió hacer estallar el
movimiento a las cuatro de la mañana ( de noche
todavía), hice presente a la Junta, en la penúltima
reunión referida, todas las serias dificultades que
imposibilitaban la prisión de esos señores. Les dije:
que no había podido encontrar ninguna casa cercana a la
del Presidente y del Vice, que la casa de Juárez era una
fortaleza, cuidada por fuerza armada a rémington en la
comisaría del lado, y que en la misma casa había fuerzas
de la prefectura, igualmente armadas y bien
municionadas, que la policía vigilaba constantemente los
alrededores de esa casa, no permitiendo que nadie se
detuviera por allí, ni dejaba pasar grupos, y arrestaba
a quien suponía sospechoso, que en tal situación sólo
con fuerzas disciplinadas y tomando lugares
estratégicos, podría tomarse dicha casa, después de
pelea reñida, que era imposible apostar gente en las
cercanías para que atacaran en el momento oportuno, que
si nos esforzábamos en llevar un ataque a la referida
casa, corríamos el peligro que se descubriera el
movimiento y las fuerzas gubernistas nos atacaran en el
acto, dificultando la marcha de nuestros cuerpos, que en
presencia de estos inconvenientes insalvables, creía
preferible no ocuparnos en el primer momento de estos
hombres, dominar rápidamente la ciudad según el plan
adoptado, y en seguida, tomarlos en sus casas o donde se
hubieran ocultado. En cuando a las prisiones de los
generales Roca y Levalle, les hice presente la
desconfianza que tenía en que pequeños grupos aislados
pudieran apresarlos; pero que, a pesar de esto, tenía
tomadas casas en lugares convenientes donde podrían
ocultarse los hombres encargados de esa misión tan
delicada, para obrar en el momento oportuno. Recuerdo
que llegué a decir a los miembros de la Junta respecto
de la prisión de estos cuatro personajes:” Si la
revolución se hace de noche, no respondo de ninguna
prisión. Asaltar de noche con pequeños grupos aislados
cuatro domicilios, de los cuales algunos eran
fortalezas, echando puertas abajo, con una vigilancia y
una policía como la que teníamos, era punto menos que
imposible para obtener buen resultado. Acaso sólo
hubiéramos conseguido producir la alarma, despertar al
enemigo y entorpecer la marcha y el movimiento de
nuestras fuerzas”.
Pesando los miembros de la Junta las consideraciones que
les hice, dijeron: “poco importa que no sean
aprehendidos en el primer momento, pues, dueños de la
ciudad, en seguida los tomaremos; en todo caso,
agregaron, aun cuando viniera la guerra civil por
escapar alguno de estos personajes, ella es preferible a
la situación vergonzosa en que vivimos”. Respecto del
doctor Pellegrini, se consideró, últimamente, que como
quedando en libertad Juárez, el no ejercía la
presidencia de la República, y sólo quedaba el hombre,
si no había posibilidad de encontrar casa, se dejara de
lado. Quedó convenido entonces, en la Junta
revolucionaria, que era imposible contar con seguridad
con las prisiones, y que se hiciera lo posible para
arrestar, cuando menos, a los generales Roca y Levalle,
por las razones indicadas.
Se consiguió tomar casas próximas a los edificios de
estos jefes, para que allí se apostaran los grupos
cívicos, que debían prenderlos.
Ordené a Fermín Rodríguez que transmitiera las
siguientes instrucciones a los jefes de esos grupos: Si
dadas las cuatro de la mañana del día 26 de julio, o en
el momento en que hubieran sentido la revolución, salían
de sus casas los generales Roca y Levalle, los
prendieran inmediatamente, conduciéndolos al Parque en
seguida; si abrían las puertas de sus casas, que
penetraran en ellas para arrestarlos y conducirlos luego
al lugar indicado. Sólo que los jefes resistieran con
armas, harían uso de las suyas para rendirlos.
Estas fueron las instrucciones terminantes que ordené a
Rodríguez trasmitiera a los jefes de esos grupos.¿Porqué
Roca y Levalle no fueron presos? Lo ignoro. No dije una
palabra de que esperaran para obrar la señal de un
cañonazo, o que se retirara el vigilante de la esquina.
Todo ello es una solemne mentira, pues fácilmente se
comprende que hubiera sido verdadera insensatez
despertar al enemigo con cañonazos al aire.
Esto es cuanto ha pasado respecto de las prisiones de
los jefes referidos, y de los doctores Juárez y
Pellegrini, repitiendo que no se han tenido en cuenta en
el plan concertado para llevar el ataque al enemigo en
los primeros momentos, y que con ellas y sin ellas, el
ataque estaba resuelto.
Las comisarios tenían orden del jefe de policía de
reconcentrarse al Departamento cuando sintieran
movimientos subversivos. El jefe les había trasmitido
esta orden reservadísima: es inminente que estalle, de
un momento a otro, una revolución; cuando Ud. la sienta,
se reconcentrará al Departamento sin perdida de tiempo,
arreando los caballos y trayendo los vehículos que
encuentre en su marcha. En el lugar de la
reconcentración, se pondrá Ud. a las órdenes del
infrascrito, o de quien le presente una orden firmada
por mí, y si no se le presenta esta orden, obrará según
su criterio. Guarde Ud. la más estricta reserva del
contenido de esta comunicación, no debiendo hablar
palabra de ello, ni a los empleados de mayor confianza,
ni a sus propios colegas.
Yo tuve copia de esta orden, tan luego como se dictó.
El Ministerio de la Guerra había hecho levantar un
plano, recomendando la mayor reserva, para saber con
exactitud cuál era el menor tiempo, con indicación de
cales a recorrer, que necesitaría cada cuerpo de la
guarnición para llegar desde su cuartel a la plaza de
Mayo. También tenía yo copia de este plano. Por esta
medida deduje que los jefes de los cuerpos de la
guarnición habían recibido orden de reconcentrarse a la
plaza de Mayo, cuando sintieran la revolución.
La escuadra debía proceder cuando se le hicieran del
parque las señas convenidas, que eran tirar cohetes y
globos. El doctor Miguel Goyena era el encargado de esta
operación, me consta que valiéndose del doctor Liliedal
hizo llevar al Parque los cohetes y las bombas, las
cuales se tiraron y fueron vistas del Andes ( aquel no
estaba todavía en la revolución) y de la Maipú. La nave
capitana estaba lejos, y por eso no pudo ver las señas.
La acción de la escuadra era de poca eficacia para el
movimiento revolucionario de la capital, y tan poca
importancia le dieron los miembros de la Junta, que
cuando les informé de que contaba con la Escuadra, no le
reconocieron influencia material inmediata. La
participación de la escuadra, aún cuando para las
operaciones militares de la capital no nos fuera tan
útil, era de gran efecto moral, dominaría el puerto y
los ríos, podría impedir la venida de tropas del
interior, la escapada de Juárez y Pellegrini por agua, y
servirnos para conducir expediciones militares al
litoral. Pero no se le asignó papel de importancia en el
movimiento revolucionario de la capital. Se le ordenó
que efectuara algunos disparos al cuartel del Retiro,
donde había un cuerpo del gobierno, y otros a la plaza
de Mayo, casa de gobierno y bajo de la Aduana, porque se
calculaba que en alguna de las dos plazas se
concentrarían los cuerpos del gobierno, si escapaban al
ataque que debíamos llevarles a sus cuarteles, y porque
cerca de la Aduana estaba un cuerpo enemigo. Pero no
debía hacer estos cañonazos, sino cuando se hicieran las
señales convenidas, porque podrían ser innecesarios para
nuestras operaciones y perjudiciales para el vecindario.
Ya ve usted que poca participación debía tomar la
escuadra en el movimiento militar revolucionario de
tierra, y cómo el plan de guerra de la ciudad, no podía
ni debía jamás esperar que la escuadra rompiera las
hostilidades contra las fuerzas del gobierno, pues
debían ser batidas en detalle sin dejarlas reconcentrar.
Yo concurría al Parque de tres a cuatro de la mañana del
26 de julio, y allí debían ir trescientos o
cuatrocientos hombres decididos; lo cual se ejecutó con
la exactitud y destreza que exigía una cita
revolucionaria de honor en medio de una activa
vigilancia policial. Resuelta la revolución de noche,
las organizaciones o agrupaciones civiles quedaron sin
misión inmediata, debiendo concurrir al Parque en los
primeros momentos, como efectivamente concurrieron.
Unas agrupaciones populares debían ayudar la salida de
los cuerpos y prender a los jefes si se presentaban,
otras estarían listas para acudir al Parque cuando
aclarase el día. No quisimos ensanchar mucho las
agrupaciones de civiles, por el peligro de confiar a
tantos el secreto revolucionario, y exponerlo a posibles
indiscreciones. El movimiento principal y eficaz debían
realizarlo los cuerpos comprometidos, que obedecían como
máquina a sus oficiales, y estos, por discreción y
porque les iba la vida, guardarían la mayor reserva de
todo.
Es falso que la Junta revolucionaria hubiese resuelto
que se cortaran los hilos telegráficos y que se
interceptaran las líneas férreas. Lejos de eso, como la
ejecución del plan militar nos haría dueños de la ciudad
inmediatamente, de las estaciones de ferrocarriles y
oficinas telegráficas, lejos de pensarse en
interrumpirlas, se dispuso que no se obstruyeran para
comunicarnos en seguida con las provincias, y poder
enviar las expediciones militares referidas antes. Yo
tenía organizado un cuerpo de telegrafistas y empleados
competentes, bajo la dirección del ingeniero Krausse,
para tomar inmediatamente la administración de esas
oficinas y hacerlas servir a los fines revolucionarios;
sin embargo en los últimos momentos se ordenó cortar el
telegráfo. Tan creíamos dominar la ciudad en los
primeros momentos y expedicionar a las provincias, que
el coronel Irigoyen fue ya listo para dirigir la primera
expedición al interior.
El gobierno revolucionario fue designado por la Junta en
una de las reuniones que procedieron a la revolución. La
Junta, por mayoría, me designó para presidente, a
Demaría para vice- presidente, y a los doctores Goyena,
Lastra, Torrent y general Joaquín Viejobueno, para
ocupar los cinco ministerios del gobierno provisorio. El
doctor Costa fue designado primero para el ministerio
del Interior, pero no aceptó. El doctor Tedín fue
designado para Justicia y sustituido después por su
parentesco con el doctor Zavalía.
En vísperas de la revolución, para atender como era
debido tantos detalles importantes, el doctor Del Valle
se hizo cargo de todo lo que se refería a la Escuadra.
Yo tenía que estar en todo, y verlo todo, recorrer la
ciudad de un extremo a otro, bajo una vigilancia
policial más fastidiosa que hábil; atender y allanar
cuantos inconvenientes se presentaban, cuidad de la
organización civil y de los cuerpos comprometidos.
Si la repartición policial me seguía los pasos
fastidiándome muchas veces, no por su habilidad, sino
por la grosería del espionaje, yo, a mi vez, sabía
cuanto pasaba en esa repartición, sin el aparato del
espionaje. La policía me seguía sin descanso. Yo la
despistaba, cambiando tres o cuatro veces de carruaje en
cada viaje comprometedor, dejando el coche lejos de la
casa donde iba. Entraba último a las reuniones de jefes
y oficiales, que iban de particular, y salía primero que
todos. Algunos agentes que llegaban en su pesquisa hasta
la casa donde había entrado, me seguían cuando me
retiraba, hasta que iba a dormir, sin vigilar los que
pudieran quedar en la casa de donde venía. Los
conjurados entraban de a uno o de a dos, y se retiraban
lo mismo cada cuarto o media hora. El día que iba a la
cita más peligrosa, salía en carruaje con mi familia a
paseo; en lugar conveniente tomaba otro coche y me
dirigía al lugar de la entrevista. Los agentes se
alejaban desde que me veían salir con mi familia; y si
había alguno demasiado tenaz, yo sabía burlarlo hasta
que los despistaba completamente.
La policía tenía conocimiento de la organización de los
grupos civiles; yo fomentaba mucho esas agrupaciones,
para desviar la vigilancia policial de los cuerpos de
línea, porque consideraba que las tropas veteranas que
habían entrado en la revolución eran suficientes para
dominar la ciudad, aunque los grupos civiles no
acudieran bien organizados en el primer momento. Los
gubernistas contaban en los cuerpos de línea, porque
tenían mucha seguridad en los jefes, y cuando llegaron a
desconfiar de éstos, ejercieron vigilancia en los
cuarteles, especialmente para observar a los mismos
jefes. De los oficiales no se cuidaban, porque creían
tener el cuerpo segurísimo, desde que el jefe pertenecía
en cuerpo y alma a la situación; aparte de que los
oficiales conspiradores eran muy cautos en su proceder y
en sus conversaciones.
El inmenso personal de policía no descubrió nada de la
organización militar de la revolución, a pesar de la
traición de Palma, visto en mala hora sin mi opinión y
sin mi conocimiento; la capital estaba en plena
tranquilidad, y los vigilantes en sus puestos
acostumbrados, como si no se moviera un solo hombre en
son de guerra, cuando llegó a la plaza central del
Parque una división de mil trescientos hombres de línea,
con un regimiento de artillería. Los rondines policiales
y los vigilantes encontrados por los cuerpos que venían
al Parque eran desarmados y conducidos en calidad de
prisioneros.
El doctor H. Irigoyen, de acuerdo con la Junta, cambió
ideas con varios funcionarios de policía que le merecían
confianza de conducirse con honor, aceptaran o no el
movimiento, dirigiéndose especialmente al cuerpo de
Bomberos, que podía ser más útil, y como es notorio,
entre esos funcionarios figuraban los distinguidos
capitanes Bullinós, Algañaráz y teniente Dalmedo, que
tan noblemente cumplieron su deber. La acción de estos
elementos no fue eficaz por el cambio de plan de las
operaciones militares. Yo no quise hacer trabajos
revolucionarios en esa repartición, porque tenia
desconfianza de los empleados policiales, en general.
Consideraba suficiente el pueblo, toda la artillería que
estaba en la capital, la mayor parte de la infantería, y
la Escuadra. Aparte de todos estos elementos, nosotros
teníamos la elección de hora para atacar, lo que
equivalía a poderlos sorprender cuando quisiéramos, como
efectivamente sucedió. Cuando se hubo de hacer estallar
de día la revolución, se comprendió la necesidad de una
divisa que no pudieran usar fácilmente los gubernistas,
y cuyos colores no se confundiesen con los de una
bandera extranjera; se adoptó el blanco, verde y rosa. A
Fermín Rodríguez encargué de este trabajo delicado, y
él, según me dijo, hizo confeccionar las divisas por su
propia señora. Una vez que se resolvió hacer de noche la
revolución, fue necesario proveernos de faroles de
colores combinados, para reconocernos y evitar un choque
entre nuestras propias fuerzas. Oportunamente se ordenó
el reparto de esos faroles a los cuerpos y si algunos no
los trajeron al Parque, será porque, en la confusión
quedaron olvidados en los cuarteles. Yo tenía como
trescientas carabinas rémington con buena dotación de
municiones, proporcionalmente distribuidas en puntos
estratégicos y de allí eran cambiados a otros cuando se
alteraba el plan del movimiento, valiéndome para estas
operaciones peligrosas del doctor Liliedal y de Fermín
Rodríguez. La policía no los descubrió jamás, a pesar de
sus innumerables agentes y de las arbitrariedades que
cometían.
RECAPITULACION DE LOS TRABAJOS REVOLUCIONARIOS
Ahí tiene usted expuestos, a grandes rasgos, los
trabajos revolucionarios, los elementos con que nos
lanzamos a la lucha armada, y el plan de campaña militar
adoptado por la Junta, con el que creíamos contar
seguramente, y por mi parte sigo creyendo que si se
hubiera ejecutado tal como se acordó, la victoria habría
sido nuestra, pero, como se verá más adelante, el cambio
radical de estrategia, en el momento supremo, al llegar
la columna revolucionaria al Parque, fue la causa
verdadera del fracaso del movimiento armado.
Como usted ha podido observar, me han ayudado
eficazmente para preparar esta grande y justísima
revolución, los caballeros que componían la Junta
revolucionaria, siendo el doctor Mariano Demaría, el
doctor Aristóbulo Del Valle y yo, los primeros que
resolvimos preparar un movimiento armado, los miembros
de la Junta Ejecutiva de la Unión Cívica, casi en su
totalidad, el doctor Liliedal, señores Natalio Roldán,
doctor Martín M. Torino, Angel Ugarriza, Albano Honores,
los jefes y oficiales del Ejército y de la Escuadra,
cuyos nombres omito porque ya le he designados muchos y
porque no tengo memoria de todos, y sentiría incurrir en
alguna omisión que fuese mal interpretada, y porque ya
son todos conocidos por los partes oficiales y
publicaciones hechas. Estoy plenamente satisfecho de
casi todos los que han tomado parte en esta revolución,
he contemplado con gusto la unión de la juventud civil y
militar con los hombres prestigiosos, con jefes
distinguidos y con el pueblo en defensa de una causa
justa y eminentemente patriótica; todos han sabido
cumplir dignamente con el supremo deber. No solamente se
han portado bien en el momento de la lucha, sino que he
admirado su temple moral, cuando inmediatamente después
de la capitulación, todos reaccionaron y me ofrecieron
su concurso para derribar al juarismo con una segunda
sacudida revolucionaria, más enérgica y dirigida con
mayor experiencia de los hombres y de las cosas; usted
recordará que estaba adelantada la reparación del
segundo movimiento, cuando la renuncia de Juárez vino a
desarmarlo. Es allí donde se prueba el temple de los
hombres, en el infortunio, en el desastre más lamentable
de una revolución que tenía elementos sobrados para
triunfar. Le repito, estoy muy satisfecho de los
revolucionarios de julio, son ciudadanos dignos de
merecer un buen gobierno, y ellos lo exigirán y lo
obtendrán.
Cuando la traición de Palma y la salida del 1º de línea
hicieron postergar el movimiento revolucionario, tuve
que hacer frente con serena energía a las impaciencias
de los unos, a las protestas amargas de los otros, al
desagrado general, y a este aviso que comprometía
seriamente la causa de la Unión Cívica, que los grupos
de oficiales, y especialmente los de artillería,
retiraban su compromiso. Tenía la seguridad de que
íbamos a un descalabro seguro si cedía a las exigencias
obstinadas de los impacientes, porque yo abarcaba todo
el campo de acción, tenía en mis manos todos los hilos,
conocía los movimientos y las fuerzas del gobierno, el
estado exacto de nuestras tropas, y todo esto lo miraba
con la seria frialdad de un hombres maduro, que siente
sobre sus hombres el peso inmenso de todas las
responsabilidad de un movimiento revolucionario. Los
jóvenes impacientes miraban y conocían sólo una fase de
los acontecimientos, y crean que el valor, el arrojo y
el entusiasmo todo lo vencen y lo dominan. Pero esta
lucha que tenía con mis propios amigos en cada
postergación, aún cuando me fatigaba y me obligó, más de
una vez, a imponer mi autoridad del presidente de la
Unión Cívica, y el jefe de la revolución, me animaba
mucho, porque me hacía ver hasta que extremo estaba
decidida a la acción la juventud civil y militar.
Recuerdo que en una de esas ocasiones los miembros
jóvenes de la Junta Ejecutiva me interpelaron
formalmente por la demora en el movimiento y porque no
les daba más intervención en los trabajos
revolucionarios, conseguí aplacarlos y quedaron
satisfechos. En seguida viene el teniente Pintos a
pedirme, a nombre de los oficiales de los cuerpos, que
precipitara el movimiento revolucionario, porque, de no
hacerlo así, ellos retiraban su compromiso, no me afectó
tanto la amenaza, sino la pasión exigente con que Pintos
me hablaba. Yo bien presumía que la amenaza no era más
que una estratagema para hacernos obrar pronto; pues
aquella juventud patriótica creía que, si no se
precipitaba el movimiento, ellos no tendrían tal vez la
gloria y el honor de ayudarla con la eficacia que podían
hacerlo desde los cuerpos. Tranquilizado parcialmente
Pintos, todavía me restaba entrevistarme con el capitán
Roldán en casa de su señor padre, y tendría que hacer
desistir de su retiro de la revolución a la oficialidad
de artillería. En esto llega al comité el mayor Drury a
rogarme casi con desesperación que nos echáramos a la
calle en son de guerra, pues tenía la seguridad que los
cuerpos de la guarnición nos secundarían; hablé algo con
este amigo, y luego pedí a Montaña que concluyera de
apaciguarlo.
Por la noche me notificó el capitán Roldán que los
oficiales de artillería, del valiente 1º de artillería,
se retiraban de la causa revolucionaria, por la demora y
por la última postergación. Empiezo a argumentarle
cariñosamente en esta forma: “¿Ustedes no son patriotas,
entonces? ¿Quieren que la revolución estalle sin pies ni
cabeza? ¿Qué haga sacrificar estérilmente tantas nobles
vidas en una pelea descabellada? ¿ Se imaginan que yo
postergo la revolución por temor o por capricho? ¿ No
ven que hay fuerza mayor que se opone? ¿ Que tal vez se
haga el pronunciamiento antes de una semana? Pareciera
que ustedes todo lo hacen depender de un instante, como
si no pudiera tal vez triunfar con más seguridad en otro
momento. Convengamos, capitán, en que los oficiales
iniciadores, lo que quieren es el honor de la iniciativa
militar que ha organizado las fuerzas de línea nuestras,
aunque sea un sacrificio estéril, y esto no es lo que la
patria exige de sus hijos. Me parece, agregué, que
ustedes no piensan separase de la causa del pueblo, sino
hacer presión sobre mi ánimo para que precipite el
movimiento, lo cual no conseguirán, pues bajo mi
dirección la revolución no estallará sino cuando tenga
casi la seguridad del triunfo; lo demás es impaciencia
peligrosa, que nos expone a grandes sacrificios
estériles, a retrogradar nuestra causa de principios y a
consolidar en el poder a los mercaderes que nos
proponemos derribar. “Conmovido y llenando de alegría a
su noble padre, me interrumpió: “ No nos separaremos de
usted, doctor, efectivamente, queríamos precipitar los
sucesos, creyendo que se postergaba el estallido por
negligencia o por desconfianza en los cuerpos. Estoy
seguro que los oficiales de artillería seguirán la causa
del pueblo, como la sigo yo desde ya”. Al día siguiente
me comunicó que todos los oficiales de su regimiento
seguían la revolución.
El espíritu revolucionario era poderoso, hasta la tropa
de los cuerpos estaba entusiasta por la causa del
pueblo. Sin que ningún oficial hubiera comunicado nada a
los soldados, éstos sabían que se conspiraba contra el
gobierno; les gustaba la causa, y se entusiasmaban
leyendo con placer los diarios opositores mas radicales,
que compraban con su propio dinero y oían luego al
lector en círculo. Este espíritu revolucionario estaba
en el ejército, en la policía, en el comercio, en Ias
clases conservadoras, en los centros sociales, en la
capital, en las provincias, animaba a los viejos, a los
jóvenes, y hasta a las mujeres y a los niños. Todo
clamaba por que se derribara con las armas el infame
unicato.
Ya conoce usted estos trabajos revolucionarios, cuya
historia completa requiere un grueso volumen. Por ellos
la causa de la revolución contó con el pueblo, que
pronto iba a revelar su entereza para el combate; con el
regimiento 1º de artillería de línea; con los batallones
1º (en viaje al Chaco), 5º, 9º y 10º,Ingenieros, dos
compañías del 4º, los cadetes mayores del Colegio
Militar; y con casi toda la escuadra nacional. Quedaban
en contra, a favor del Gobierno, el 6º y 11º de
caballería, el 4º, 6º, 8º, 2º de infantería, cuerpo de
Bomberos y la Policía, que contaba con 3.080 vigilantes,
muchos de pelea aunque dispersos en las comisarías. Nos
pareció en la Junta que, como nosotros teníamos que
llevar el ataque cuando lo juzgáramos oportuno, era
también otra ventaja el poder sorprender al enemigo,
porque, así inutilizaríamos muchas fuerzas adversas
batiéndolas en detalle y de sorpresa. Hecho el balance
de las fuerzas revolucionarías y gubernistas, no
vacilamos en considerar bastante seguro el triunfo, y
nos lanzamos a la revolución.
En política el movimiento revolucionario iba a ser
radical; ningún mal funcionario del tiempo de Juárez
quedaría en su puesto conspirando contra el bienestar
público. La capital, la nación y las provincias
experimentarían ese cambio benéfico, en todas las ramas
administrativas, y el Congreso y las Legislaturas de los
Estados serían compuestas por verdaderos y genuinos
representantes del pueblo. El juarismo había envenenado
todo nuestro ambiente y era necesario un huracán para
purificar esa atmósfera que nos rodeaba, que nos
asfixiaba, que nos envilecía. Era el momento supremo en
que la entereza argentina nos ponía de pie y nos mandaba
a derribar a cañonazos un régimen de opresión y de
vergüenza. La revolución iba a implantar en las esferas
del gobierno el imperio de todas aquellas reglas
fundamentales que hacen el bienestar de los pueblos
civilizados y la grandeza de las naciones; la revolución
iba a realizar en todas sus partes el programa de la
Unión Cívica, y créame qué al frente del gobierno
provisorio habría tenido , la.fuerza de ánimo suficiente
para cumplir con mí deber gobernando con arreglo a ese
programa y a nuestras leyes.
CAMBIO DE PLAN MILITAR EL 26 DE JULIO
La mañana del 26 de julio estaba impaciente en el Parque
por la demora de la columna donde debía venir la
artillería, pues ignoraba si habrían, sobrevenido serias
dificultades o si, el enemigo hubiese atacado la
columna. Recordé que el 11 de caballería vigilaba con
mucha prevención al 9º, y que tal vez hubiese impedido
su salida o se habrían trabado en combate. Sabía qué en
la comisaría de Smith estaban más de cien hombres,
elegidos, con caballos listos, para vigilar la
artillería. En semejante expectativa, envié a mi
ayudante Ricardo Oliver a que pasase por el cuartel del
10º, se fijara si estaban allí el batallón, y luego
observara si se sentía la marcha de la columna que
esperaba, pues como venía la artillería, se haría sentir
desde gran distancia. Volvió Oliver y me informó que no
estaba el 10º en su cuartel, y que se sentía rumores
como de marcha de la columna esperada, en dirección de
la Recoleta.
Aquellos eran momentos de solemne expectativa y de
verdadera ansiedad. Podía descubrirnos y sorprendernos
la policía. ¿Cuál era la suerte de nuestros batallones?
¿Habrían salido felizmente a la hora señalada? El reloj
estaba en la mano a cada momento. El coronel Irigoyen,
que había bajado para observar los alrededores, nos
anunció poco antes de las cinco, que el 5º e Ingenieros
llegaban al Parque. El 5º venía con un gran grupo de
civiles organizados por Torino y Honores, y encabezados
por éstos y el teniente Bravo.
Al poco rato, al aclarar, llegó la columna
revolucionaria a la plaza del Parque, después de una
marcha sin ningún inconveniente, pues ni el 11º había
agredido al 9º, que salió del cuartel muy temprano para
el ejercicio de tiro, ni la artillería había sido
atacada por nadie. Los cadetes del Colegio Militar
salieron sin ser sentidos.
Cuando llegó la columna con Ia artillería el Parque
estaba ya defendido por el 5º, el cuerpo de Ingenieros,
sacado por el teniente Ruiz Díaz, una compañía del 4º
mandada por el capitán Calandra, que vino de la Casa de
Gobierno, y además como cuatrocientos cívicos arriba de
la azotea. Todos bien armados, municionados y listos
para el combate.
La llegada de la columna del norte y cerca de Ia cual
habían sido disputados los doctores Del Valle, López e
Irigoyen, al mando del general Campos, nos llenó de
satisfacción, pues a pesar. de los inconvenientes habían
salido con felicidad de los cuarteles los cuerpos, y
llegaban al punto de reunión sin haber hecho un tiro.
Igual suerte habían tenido las demás fuerzas que estaban
en el Parque. Todo me revelaba que habíamos sorprendido
completamente al enemigo, que tal vez no se había
apercibido del movimiento revolucionario, y en esta
creencia me confirmó la circunstancia de que las fuerzas
nuestras desarmaron y trajeron como prisioneros a los
vigilantes y rondines policiales que encontraron en Ia
marcha. El comandante Ramón Falcón, que estaba
autorizado para representar al jefe de policía y tomar
el mando de los vigilantes, caso de no encontrarse el
jefe en la Central, si llegaba a estallar un movimiento
revolucionario, sintiendo algún rumor extraño se
presentó al Parque a tomar el mando de las fuerzas que
lo guarnecían. Se le dijo que sé aceptaría sus servicios
si venía a plegarse a la revolución contra Juárez, y
como protestara contra la invitación, pasó preso y
desarmado a una pieza interior. Esto me demostraba que
el movimiento se hacía con toda suerte, y que en una o
dos horas más dominaríamos toda ciudad, ejecutando el
plan de campaña aprobado por la Junta anteriormente.
La primera parte del plan revolucionario, aquella que
ofrecía serias dificultades y peligros que tal vez
hicieran fracasar el movimiento, se había ejecutado
matemáticamente y con toda felicidad. Quedaba el segundo
y supremo esfuerzo, esto era, atacar inmediatamente al
enemigo en Ia Policía y en sus cuarteles, batiéndolos en
detalle y quizá por sorpresa. Veía entonces muy seguro
el éxito de Ia revolución. Gritos de alegría partieron
de todos lados cuando llegó la columna al mando del
general Campos y en verdad que había sobrada razón para
alegrarse.
Salí a recibir al general Campos cuando enfrentó la
puerta del Parque, y una vez que me informó del
movimiento ejecutado con suerte y acierto, le dije que
correspondía ahora llevar al instante el ataque al
enemigo, cumpliendo el plan aprobado, El general Campos
me hizo las siguientes objeciones. Que era necesario que
los cuerpos entre sí se conocieran, y se estableciese la
verdadera solidaridad entre esos cuerpos. Que hasta
podían comer algo allí las tropas. Que ciertas
informaciones lo autorizaban a suponer, muy
fundadamente, que el 4º y el 6º de infantería de línea,
se someterían a la revolución si se les pasaba una
intimación enérgica y patriótica. Que ignoraba el lugar
donde se encontrarían en ese momento las tropas fieles
al gobierno, y temía que si enviaba columnas del
ejército, revolucionario en su persecución, fuesen,
atacadas por retaguardia y batidas. Que tal vez las
fuerzas que se desprendieran del Parque, viéndose
aisladas, se desbandasen, aumentando estos temores la
circunstancia de hallarse varios cuerpos sin sus jefes.
Que, creía que las tropas del gobierno se pasaran en
seguida a la revolución, o que muy en breve se les
podría rendir fácilmente, evitándose efusión de sangre.
Que esperáramos que contestasen a la intimación que me
pidió les pasara a los jefes de cuerpos y al jefe de
policía. Que si no se entregaban pronto, los haría
pedazos con los elementos de que disponíamos. No me
preguntó absolutamente nada de la prisión de Roca y
Levalle; ni fundó sus objeciones a seguir el plan
trazado, en esa circunstancia de la falta de prisión de
los generales referidos.
Yo asentí a Ias modificaciones del plan militar
revolucionario, que en aquel momento supremo, me hizo el
general de nuestro ejército, invocando la serie de
argumentos referidos y otros por el estilo; y en
consecuencia envié las intimaciones a los jefes de
cuerpos de gobierno y el jefe de policía. Reconozco que
fue un error de graves consecuencias, el haber aceptado
yo estas modificaciones al plan militar combinado con
todo acierto de antemano; pero como se trataba de
operaciones de guerra, a las que el general del Ejército
ponía tantas objeciones terminé por ceder. Para mí, el
fracaso de la revolución consistió en no haberse
ejecutado él plan militar hecho por la Junta
Revolucionaria. Comprendiendo ahora la inmensa
trascendencia que tuvo esa modificación del plan
referido, veo que debí someter a una junta de guerra esa
modificación tan radical del movimiento revolucionario,
y no aceptar yo solo semejante responsabilidad. Por el
cambio de plan, de dueños de la ciudad que debíamos ser
tan luego como llegaran las fuerzas al Parque y,
atacaran inmediatamente a la policía y las tropas
gubernistas, apenas dominamos la plaza del Parque y sus
adyacencias, dejando la ciudad en poder del enemigo, que
reaccionó en seguida de la sorpresa y nos llevó el
ataque, sitiándonos más tarde. Lamento que los jefes
subalternos no me reclamaran del cambio ni me pidieran
junta de guerra. Después he sabido que reclamaban a
Campos la ejecución del plan, y él les contestaba como a
mí, que pronto iba a llevar el ataque decisivo. Entiendo
que igual contestación dio a otros miembros de la junta
que aisladamente le interrogaron.
Las fuerzas del gobierno nos atacaron de 8 1/2 a 9 de la
mañana, habiéndoseles dejado más de dos horas, a causa
de las modificaciones del plan propuestas por el general
Campos; nos atacaron formando línea de cantones ocupados
por vigilantes, y nosotros hicimos otro tanto, quedando
ya reducida la revolución a defenderse en el Parque y
sus inmediaciones.
Empezó el fuego bastante fuerte, y yo creía que sería el
combate decisivo, porque no conocía las líneas
militares. No hablé con el general Campos en las
primeras horas del combate; después me dijo que el
combate iba bien; que pronto concluiría la batalla,
porque tenía dominado al enemigo. Así se perdió el 26
hasta que al anochecer cesó el fuego de ambas líneas. El
26 a la noche, observé que entraban al Parque nuestras
fuerzas de artillería, mejor dicho, me lo hizo observar
el coronel Espina, y preguntándole al general Campos la
causa de esta operación, me contestó que tenía fundados
motivos para creer de que al amanecer las fuerzas del
gobierno traerían un ataque decisivo, que deseaba
facilitarles el ataque retirando las fuerzas y que con
igual propósito había hecho retirar las fuerzas
avanzadas.
Creía que encajonado el enemigo en una calle o en una
plaza, le sería fácil combatirlo. Pareciéndome raro el
plan, le observé que juzgaba inconveniente el retiro de
las piezas; pero él me replicó: "Déjeme, doctor,
facilitarles el ataque, y verá cómo, en cuanto se
encajonen los hago pedazos". Durante el 26 y en la misma
noche estaba seguro que si el enemigo nos traía un
ataque decisivo, la victoria sería nuestra; por esto no
hice más objeciones al general, sobre la reconcentración
de la artillería dentro del Parque.
Como yo no recorría las líneas militares, ignoro por qué
no avanzaban rápidamente nuestro tropas cuando el
enemigo retrocedía o era batido. Los informes que
recibíamos del general Campos eran muy buenos. Creo que
no se tomó el Arsenal porque en el Parque debía haber
560.000 tiros, y porque no se dominó ampliamente la
ciudad, como estaba convenido en el plan hecho por la
Junta, para lo cual había suficientes municiones en el
Parque.
FALTA DE MUNICIONES
Según los informes que tenía la junta, en el Parque
debían existir 560.000 tiros de rémington.
El domingo 27 empezó el combate muy temprano, con un
ataque que nos trajo el enemigo. Un fuego vivísimo se
continuó en las primeras horas. En un principio yo creí
que traerían el asalto de que había hablado el general
Campos la noche del 26, y que todo concluiría pronto;
pero me desagradó el que se prolongara el fuego tan
nutrido hasta cerca de las diez de la mañana.
Ese mismo día me dijo el general Campos que tenía que
comunicar a la Junta algo muy grave. Acabo de saber, nos
dijo, que estamos sin municiones; que las que hay sólo
alcanzarán para sostener el fuego a la defensiva apenas
durante dos horas, y si quisiéramos avanzar no
tendríamos más que para cincuenta minutos de combate.
Pregunté: ¿Qué municiones tendremos? Habrá como de 35 a
40.000 tiros, me contestó, que se acabarán en ese tiempo
de fuego. ¿Cuántas se han gastado?, volví a preguntarle.
Como de 120 a 130.000 tiros ayer y lo que va hasta
ahora. ¿Pero, le dije, no había en el Parque 560.000
tiros? Según informes del general Viejobueno me repuso
habría esa cantidad; pero según me acaba de informar el
sefíor Pedro Sequeiros, encargado de los depósitos del
Parque, resulta que sólo existían 200.000 tiros.
Al momento vi que era una falta grave en un jefe militar
que no hubiera verificado los elementos de guerra cuando
llegó al Parque, pero no quise hacerle recriminaciones
en ese momento supremo de rudo batallar (porque el fuego
de fusilería y cañón seguía con mucha violencia).
Tratamos en la Junta de llevar un ataque definitivo al
enemigo, entonces, cuando teníamos diezmadas sus fuerzas
y carecía de artillería; pero el general Campos insistió
en que semejante ataque sería infructuoso, porque, a lo
mejor, se acabarían las municiones, habiéndose
conseguido tan sólo un derramamiento de sangre
inútilmente. No hagamos, nos dijo, derramar sangre
estérilmente; es imposible el triunfo por falta de
municiones 1; aun cuando arrolláramos en el primer
momento al enemigo, luego quedaríamos con los brazos
cruzados, sin más municiones; y yo, les prevengo, que no
cargaré con esa responsabilidad; no mandaré el ataque.
Creí que cambiar de jefe en ese momento supremo, cuando
tendría que saberse la causa del cambio que era
producido por negarse el general Campos a llevar ataque
decisivo por falta de municiones, traería, seguramente,
el desconcierto y la dispersión en nuestras filas, y. no
me atrevía a nombrar otro jefe. La situación era
angustiosa y desesperante. El combate seguía recio, y
según los informes y la opinión del general Campos,
dentro de dos horas no podríamos responder a los fuegos
enemigos. ¿Qué hacer?
Entonces, se dijo, veamos un pretexto para ganar tiempo
y poder buscar municiones. De ahí vino el armisticio,
pedido por nosotros para enterrar los muertos, ocultando
la verdadera causa de la suspensión de las hostilidades.
Había que aprovechar el tiempo y buscar con toda
actividad municiones. En esto se ocuparon cuantas
personas se creyeron aptas. Gregorio Ramírez, el doctor
José María Rosa, el doctor Arévalo, el doctor Liliedal y
usted mismo. Se enviaron cuatro comisiones a la
escuadra, el doctor Abel Pardo, que cayó prisionero, los
hermanos Páez y De la Barra, con encargo de traer las
municiones que hubiese a bordo de los buques. Estos
comisionados se comunicaron con la Escuadra. A pesar de
todos los esfuerzos para buscar municiones, sólo se
consiguió una cantidad escasa para lo que necesitábamos.
Ahí tiene usted cuanto ha pasado respecto a la falta de
municiones.
FIN DE LA LUCHA
Ya he explicado a usted lo que aconteció con las
prisiones de los generales Roca y Lavalle. Como lo había
pronosticado en la Junta repetidas ocasiones, sucedió
que no se arrestó a ninguno de los dos. Ignoro si fue
porque los grupos encargados de esa misión delicada no
supieron cumplir con su deber, o si esos arrestos
dejaron de hacerse por alguna intervención pérfida. En
tal situación, la Junta revolucionaria resolvió el lunes
28, reunir una junta de guerra de los jefes y oficiales
con mando de cuerpos. Reunida esa junta de guerra les
expuse todo lo que había, y les dije cual era la opinión
del general Campos, quien les explicaría militarmente
nuestra situación, previniéndoles que la Junta
revolucionaria haría lo que resolviese la junta de
guerra, pues se trataba de operaciones militares,; que
una comisión mediadora estaba esperando nuestra última
palabra, la cual dependía de la resolución que adoptara
la junta de guerra, sobre si debía llevarse ataque
decisivo, continuarse las hostilidades, o capitular.
Concluí insistiendo en que esperaba su resolución, pues
la junta revolucionaria haría lo que los jefes
resolvieran.
La junta de guerra deliberó largo rato; el general
Campos insistió en que era inútil toda resistencia; en
fin: la junta da guerra, por gran mayoría, adhirió a la
opinión del general Campos, creyendo que toda
resistencia sería estéril, pues ya el gobierno había
recibido poderosos refuerzos y entre ellos el regimiento
2º de artillería que estaba en Río IV. Allí tuvo , lugar
una discusión entre el mayor Day y el general Campos,
reclamando también Espina, pero fue aquélla la opinión
general.
Pensamos exigir que todo quedara como antes de la
revolución, cuerpos, jefes y oficiales, pero los jefes
se opusieron a que pidiéramos nada para ellos; sólo nos
dijeron que tratáramos de conseguir que no se dieran de
baja a los ofíciales, ni se disolvieran los cuerpos.
Nuestra proposición fue ésta: que no se siguiera
procesos por los hechos de la revolución, y que los
cuerpos y oficiales quedaran como antes del 26 de julio.
Como se sabe el gobierno pactó el desarme aceptando
estas bases menos la continuación de los oficiales en
Ios cuerpos, lo que se nos hizo creer sería momentáneo.
La acción inmediata de la Escuadra en el movimiento
revolucionarlo era limitada; produciría más efecto moral
que material. Ni el confeccionar la Junta el plan
militar, ni cuando se modificó por indicación del
general Campos, se tuvo la Escuadra como base de las
operaciones de guerra.
Al terminar, creo que no debo pasar en silencio un
incidente importante. El lunes por la mañana se presentó
en el Parque el señor don Máximo Paz, anunciándose a
Hipólito Irigoyen. Iniciando nuestra conferencia, Paz me
manifestó que iba a ofrecernos su interposición a fin de
que la contienda tuviese una solución decorosa y
equitativa, sabiendo que nos encontrábamos en situación
muy mala. Antes de proseguir, me pareció conveniente
llamar a los doctores Del Valle y Goyena para continuar
la conferencia. Reunidos todos, el señor Paz repitió su
ofrecimiento, y entonces, por nuestra parte, se le pidió
inmediatamente que, con las fuerzas de Buenos Aires de
que disponía, se pronunciase por la revolución; que así
ésta se salvaría sin duda alguna, y con ella se salvaría
la patria, recibiendo un timbre de gloria aquella noble
provincia y él, Máximo Paz. -Mi corazón está con ustedes
-nos contestó-, la revolución es santa, pero graves
consideraciones políticas me lo impiden-. Insistimos con
argumentos fundamentales, pero todo fue inútil.
Comprendiendo que su resolución era firme, yo me levantó
dejándolo con los doctores Del Valle y Goyena, quienes
después de algunos momentos, volvieron con las mismas
tristísimas impresiones.
El mismo día (el lunes), a la tarde, se presentó el
presidente de la Cámara de Diputados, don Máximo
Portela, y lleno de contratiempo y entusiasmo, nos
anunció que las fuerzas de La Plata venían en camino y
en apoyo de la revolución, pidiéndonos que enviáramos un
miembro de la junta en su compañía para recibirlas.
Mucho dudamos por lo que había sucedido y queda dicho,
pero era tal el entusiasmo y la convicción de Portela,
que inmediatamente se comisionó a los doctores Mariano
Demaría e Hipólito Irigoyen con el objeto indicado,
llevando instrucciones del caso para proceder en
combinación y como correspondía. El desengaño fue
terrible; las fuerzas venían a ponerse a las órdenes del
gobierno nacional.
La última esperanza quedó desvanecida. Que la historia
pronuncie su juicio y su fallo.
Cuando tuvo lugar el desarme y retirada de las fuerzas,
usted sabe bien lo que pasó. ¡Cuántas escenas o
incidentes conmovedores! Estuve hasta el último momento
y he podido presenciar muchos. ¿Para qué contarlos
ahora? No es fundamental para esta narración histórica.
Contesto, ahora, su última pregunta, respondiéndole ,en
mi opinión, el fracaso de la revolución de julio fue
debido, casi exclusivamente, a no haberse ejecutado el
plan militar combinado por la Junta revolucionaria
quedando a la defensiva y sitiados en la plaza del
Parque, en lugar de dominar rápidamente la ciudad y en
seguida la República. Reconozco la responsabilidad del
desastre, y que no sea víctima de verdaderas
mistificaciones con que se engaña al público, fijando su
atención en fruslerías y detalles sin valor, rodeados de
misterio y completamente desfigurados. Yo tuve la
nobleza de aceptar, solo, la responsabilidad del
desastre de la revolución más popular que se haya hecho
en nuestro país. Ahora es tiempo de que distribuyamos el
fardo de esas responsabilidades, sobre todo cuando no se
sabe apreciar mi conducta y se pretende mistificar al
pueblo.
|
|