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1. El desafío
La Argentina afronta la
necesidad de construir un futuro capaz de sacarla de
largos años de decadencia y de frustraciones. Como
sociedad se encuentra en una de las más serias
encrucijadas de su historia en las vísperas del siglo
XXI y en medio de una mutación civilizatoria a escala
mundial, deberá decidir si ingresará a ese proceso como
protagonista o como furgón de cola de las grandes
potencias hegemónicas. La lógica del poder en el mundo
del futuro no perdonará a quienes abdiquen de la
voluntad de autodeterminarse. La dependencia traerá
consigo los males que afectan a los marginados de la
Tierra el hambre, la ignorancia, el autoritarismo. Sin
aspirar ilusoriamente a constituirse en una potencia
mundial, la Argentina como sociedad dotada de riquezas
naturales y humanas considerables, puede y debe aspirar
a desempeñar un papel significativo en este profundo
proceso de transición que vive la humanidad, tan crucial
y dramático como lo fueron hace dos siglos la revolución
industrial y la revolución democrática, que abrieron
nuevos horizontes para la historia de Occidente y de la
humanidad toda. ¿Cómo hacerlo? ¿Sobre cuáles bases
definir nuestro posible futuro? ¿En qué marco colocar
nuestra voluntad de transformación? Acometer una empresa
colectiva no es tarea simple. Implica una movilización
de energías que abarca no sólo la dirección política de
la sociedad-al Estado y al sistema político sino también
a los grupos y a los individuos para que, sin renunciar
a la defensa de sus intereses legítimos, sean capaces de
articularlos en una fórmula de solidaridad.
El futuro es siempre deudor de voluntades, de actores,
de entusiasmo y de inteligencia colectiva. No hay
empresa nacional sin pueblo y no hay pueblo sin personas
conscientes de que su vida cotidiana forma parte de la
vida de la comunidad. Frente al fracaso y al
estancamiento venimos a proponer hoy el camino de la
modernización. Pero no lo queremos transitar
sacrificando los valores permanentes de la ética.
Afirmaremos que sólo la democracia hace posible la
conjugación de ambas exigencias. Una democracia
solidaria, participativa y eficaz, capaz de impulsar las
energías, de poner en tensión las fuerzas acumuladas en
la sociedad. Combinar la dimensión de la modernización
en el reclamo ético, dentro del proceso de construcción
de una democracia estable, implica la articulación de
una serie de valores que redefinen en su interacción,
puesto que la modernización es calificada por sus
contenidos éticos y la ética lo es por el proceso de
modernización. ¿Cuáles son esos valores sobre los que
aspiramos a construir las rutinas de una sociedad
democrática? Pensamos que una sociedad democrática se
distingue por el papel definitorio que le otorga al
pluralismo, entendido no sólo como un procedimiento para
la toma de decisiones, sino también como su valor
fundante. En estos términos, el pluralismo es la base
sobre la que se erige la democracia y significa
reconocimiento del otro, capacidad para aceptar las
diversidades y discrepancias como condición para la
existencia de una sociedad libre. La democracia rechaza
un mundo de semejanzas y uniformidades que, en cambio,
forma la trama íntima de los totalitarismos. Pero este
rechazo de la uniformidad, de la unanimidad, de ninguna
manera supone la exaltación del individualismo egoísta,
de la incapacidad para la construcción de empresas
colectivas.
La democracia que concebimos sólo puede constituirse a
partir de una ética de la solidaridad, capaz de
vertebrar procesos de cooperación que concurran al bien
común. Esta ética se basa en una idea de la justicia
como equidad, como distribución de las ventajas y de los
sacrificios, con arreglo al criterio de dar prioridad a
los desfavorecidos aumentando relativamente su cuota de
ventajas y procurando disminuir su cuota de sacrificios.
La modernización que se impulsa no puede estar al margen
de estos reclamos éticos. Construir una sociedad
democrática moderna y fundada en una ética de la equidad
y la solidaridad requiere afrontar con decisión y
solvencia los problemas que plantea la permanente
tensión entre el orden y el cambio sociales. Una antigua
concepción-general mente asociada a las derechas
tradicionales-tiende a juzgar al orden social como un
valor absoluto y suficiente y a calificar al disenso, y
sobre todo al conflicto, como eventualidades negativas e
indeseables por principio. Otra concepción no menos
añeja -vinculada a ciertas izquierdas- exalta en cambio
las presuntas virtudes de la lucha y el antagonismo
constantes, considerando como perniciosa toda estrategia
que se preocupe por la construcción de un orden político
estable.
Superar esa falsa disyuntiva constituye uno de los
principales desafíos de la democracia. Por cierto, un
proyecto democrático que afirme resueltamente los
valores de la modernización es por definición un
proyecto de cambio social, económico, político,
cultural. Y es sabido que los procesos de cambio, en
sociedades complejas como la argentina, dan lugar-y es
bueno que así sea-a discusiones, divergencias y
conflictos respecto de las formas de implementación y de
los mismos objetivos. Aquí es preciso rescatar
nuevamente la idea de pluralismo, entendida, no sólo
como uno de los valores fundantes de la democracia, sino
también como mecanismo de funcionamiento político o, más
precisamente como un procedimiento para la adopción de
decisiones, que supone asumir como legítimos el disenso
y el conflicto. La reivindicación del disenso, sin
embargo, no nos debe llevar a una suerte de
neoanarquismo ingenuo que rehabilite al conflicto
permanente y descontrolado como una presunta virtud
democrática. El ejercicio responsable de las
divergencias y las oposiciones supone un consenso básico
entre los actores sociales, esto es, la aceptación de un
sistema de reglas de juego compartidas. El disenso
democrático implica, pues, como condición de su
ejercicio, un orden democrático. Pero este orden
democrático no debe ser concebido exclusivamente como un
límite a las iniciativas de los actores políticos
individuales y colectivos. Por el contrario, dicho orden
debe definir las modalidades legítimas positivas de la
participación política. 0, si se quiere promover e
instaurar una relación de reciprocidad en virtud de la
cual los actores, al tiempo que se avienen a compartir
un sistema normativo común, adquieren el derecho y
asumen el deber de intervenir activamente en la adopción
de las decisiones políticas. Como garante del adecuado
funcionamiento de las reglas del juego democráticas y
como canalizador y promotor de la participación de los
ciudadanos, el papel del Estado es fundamental,
particular mente en una etapa de transición y
consolidación democrática como la que vive nuestra
sociedad.
No hay sociedad democrática sin disenso; tampoco la hay
sin reglas de juego compartidas; ni la hay sin
participación. Pero no hay además ni disenso, ni reglas
de juego, ni participación democrática sin sujetos
democráticos.
¿Qué es un sujeto democrático? Simplemente, aquel que ha
interiorizado, hecho suyos, los valores éticos y
políticos antes expuestos -legitimidad del disenso,
pluralismo como principio y como método, aceptación de
las reglas básicas de la convivencia social. respeto de
las diferencias, voluntad de participación. En un país
con arraigadas tradiciones autoritarias, la emergencia
de sujetos democráticos no va de suyo; es una tarea, una
empresa. Desde el punto de vista de los individuos es, a
su vez, un aprendizaje producto de experiencias, de
ensayos y errores, de frustraciones y gratificaciones.
Durante años, ha sido un aprendizaje solitario y
desvalido. El Estado democrático debe contribuir
decisivamente a consolidar y acelerar ese aprendizaje, y
el discurso político ayudar a que las rutinas
democráticas se conviertan en hábitos queridos y
compartidos por la ciudadanía.
Corresponde también a los partidos políticos promover la
voluntad de democratización de la sociedad toda,
operando como verdaderas escuelas de civismo. A este
empeño deben sumarse las organizaciones representativas
de las distintas franjas del quehacer colectivo, tanto
en lo económico como en lo cultural y lo espiritual. No
menos importante será la función del sistema educacional
y de los medios de educación, que deberán asumir la
creciente cuota de responsabilidad que les corresponde
en una sociedad moderna.
2. Las condiciones
2.1. La construcción de una sociedad diferente
Para afrontar con éxito el desafío se requiere construir
una sociedad diferente. Anteriores intentos de cambio de
la estructura social y económica del país fueron
concebidos como políticas elitistas, que excluyeron la
participación de los ciudadanos en las decisiones
atinentes a su futuro. Pero hoy se ha producido en la
Argentina la toma de conciencia de una sociedad que
asume globalmente la responsabilidad de decidir su
destino, de elaborar consensualmente su proyecto de
país. El primer paso concreto para la construcción de
una sociedad diferente -de una sociedad mejor- es una
apertura de compuertas que convierta a la vieja sociedad
cerrada en una sociedad abierta y plural. El ejercicio
pleno de los derechos ciudadanos, las libertades
individuales y la solidaridad social constituyen la base
sobre la que se empieza a levantar el edificio de la
sociedad moderna.
Los nuevos valores de la comunidad argentina -la
tolerancia, la racionalidad, el respeto mutuo y la
búsqueda de soluciones pacíficas a los conflictos- hacen
posible un tránsito sin traumas de la sociedad
autoritaria a la sociedad democrática. En esta nueva
sociedad, cada argentino debe sentir que posee poder de
opinión, poder de decisión y poder de construcción. Lo
debe sentir y debe estar en condiciones de ejercerlo
efectivamente.
Esto significa efectivizar y ampliar los derechos
inscriptos en nuestro texto constitucional,
profundizando los canales de comunicación social,
estrechando los brazos de interrelación entre las
personas y promoviendo la acción comunitaria para el
debate y la solución de problemas concretos mediante la
apertura de nuevas vías de participación para la
sociedad.
Ello implica cambiar la vieja política de puertas
cerradas por la nueva política en contacto directo con
las demandas y propuestas del pueblo. La política debe
quebrar la barrera de la frialdad, la lejanía y la
desconfianza, con la cual la observan todavía muchos
argentinos. La sociedad nueva que nace consolidará las
conductas integradoras y solidarias expresadas en
actitudes de cooperación y predisposición al cambio
superador y al progreso, por oposición a las conductas
agresivas y al individualismo egoísta que bloqueó a la
sociedad y anuló su capacidad de iniciativa La
construcción de una sociedad requiere escapar de las
pujas salvajes y de la lucha de todos contra todos, a
través de un pacto social entre los actores. Pero ese
pacto sólo puede lograrse de verdad cuando un gran
objetivo nacional lo exige y legitima. El compromiso
común para la construcción de una sociedad común es,
entonces, la sustancia misma del pacto social y la
acción conjunta para hacerla realidad y consolidarla
será la condición de su vigencia y éxito. La transición
en libertad hacia la nueva sociedad implica de por sí
una concepción del país que se quiere con una sociedad
integrada y con una interdependencia y una comunicación
más estrechas entre los hombres que garanticen un común
universo de valores compartidos y un orden respetado por
todos. Lograr la consolidación de esta sociedad
integrada supone contener en un marco de convivencia los
antagonismos que en el pasado nos dividieron y poner fin
a las luchas que nos desgarraron. La sustitución de la
violencia y la intolerancia por la discusión y el
pluralismo, la exclusión de la lucha salvaje como medio
para dirimir las naturales contiendas entre diferentes
ideas y propuestas y su reemplazo por el debate abierto
y el consecuente respeto a la decisión mayoritaria y a
los derechos de las minorías, constituyen un primer
compromiso para la movilización detrás de objetivos
comunes. La sociedad nueva que veremos crecer -como
fruto de la concreción de los anhelos y las esperanzas
del pueblo- no es otra que una sociedad democrática y
solidaria, hecha por y para el hombre de nuestra Patria.
Su fin será facilitar a todos sus miembros el desarrollo
de sus potencialidades así como el de sus derechos
imprescriptibles el derecho a la vida, al trabajo, a la
educación, a la libertad, a la igualdad, a la propiedad
en función social y a la participación activa y
responsable en las decisiones políticas así como en la
generación y distribución equitativa de la riqueza.
2.2. Conquista de un lugar para la Argentina en
el mundo
Es menester lograr una correcta inserción de la
Argentina en el mundo. Esta cuestión, en el contexto
mundial contemporáneo, representa un problema global que
nuestro país debe enfrentar desde la perspectiva de su
propio cambio interno hacia la modernización y la
consolidación de la democracia, en adecuada relación con
los cambios que se están produciendo en las otras
naciones así como en sus relaciones entre sí v con las
distintas áreas regionales, políticas, militares y
económicas. Para encarar el tema con mayor eficacia es
conveniente desglosar la cuestión global en los
siguientes niveles a) inserción política; b) inserción
cultural; c) inserción económica, y d) inserción
estratégico-militar. Dentro de cada uno de esos niveles,
corresponderá distinguir los grados y etapas de
inserción, tanto en lo espacial como en lo temporal.
a) Inserción política
Las naciones que postulan la democracia pluralista como
el sistema político más justo, más eficaz y más
conveniente para la organización y el gobierno de las
sociedades modernas y complejas. Ello no implica la
supeditación a ningún grupo de naciones, sino la
subordinación doctrinaria a un principio que consagra al
sistema de partidos políticos como factor esencial de
una democracia efectiva, con pleno respeto por los
derechos a la oposición y al disenso y con la
alternancia como posibilidad siempre abierta. En este
marco, y en el respeto de los principios de no
intervención y autodeterminación, la Argentina debe
bregar por la consolidación de sistemas análogos en el
subcontinente latinoamericano, entendiendo que la
democracia no puede ser el privilegio de algunas pocas
naciones. Asimismo, propenderá a que las reglas
democráticas sean también el patrón que guíe las
relaciones entre las distintas naciones del mundo y sus
agrupamientos regionales, históricos y culturales. La
Argentina renovada asumirá para sí y propondrá para el
resto de los pueblos del mundo un concepto también
renovado de la democracia, que intensifique su carácter
participativo, extendiendo y profundizando las
instancias de intervención de los ciudadanos en la
adopción de las reglas y en la toma de las decisiones.
La integración política latinoamericana será considerada
como un paso necesario y valioso de por sí, que deberá
tender hacia un futuro en el que la humanidad en su
conjunto comparta los avances científicos, tecnológicos,
económicos y culturales en esta etapa de modificaciones
profundas en La organización de las sociedades. Ya se ha
dicho que ''La humanidad...es el conjunto de los seres
que se influyen recíprocamente en forma incesante y se
vinculan con Dios en la búsqueda de la unidad suprema".
La plena vigencia de los derechos humanos será un valor
fundamental tanto en lo interno como en lo
internacional, y para su defensa no se admitirán
barreras geográficas o ideológicas de ningún tipo. En
este terreno no hay injerencias indebidas. Se trata del
valor supremo y del patrimonio indivisible de la
humanidad.
b) Inserción cultural
Por tradición y por vocación, la Argentina pertenece a
un ámbito específico en el contexto de la cultura
mundial. Es aquél que recibimos, asumimos y enriquecimos
por la incorporación de nuestro continente a la
civilización europea. De allí provienen nuestros valores
políticos, pero igualmente comportamientos colectivos,
modalidades de vida, concepciones científicas y
estéticas y sus consiguientes prácticas. Ese
incuestionable legado se amalgamó en Latinoamérica, con
mayor o menor grado de intensidad según los casos, con
las precedentes culturas autóctonas, que en nuestra
integración nacional y regional no pueden quedar
ignoradas. Como en lo político, la libertad es valor
esencial en lo cultural, y en tal sentido la Argentina
debe ser una celosa defensora de las libertades de
pensamiento, de religión, de creación y de
investigación, con pleno respeto y tolerancia por los
pueblos que provienen de otras tradiciones. Consideramos
que el intercambio fecundo entre todos los pueblos dará
lugar en un futuro no muy lejano a mayores cuotas de
integración en una cultura universal, que los modernos
sistemas de comunicación y las relaciones entre los
pueblos tornan inevitable y deseable, sin desmedro de
las entidades locales, nacionales y regionales. La
Argentina, por lo tanto, no debe admitir obstáculos ni
restricciones al intercambio cultural entre los pueblos
ni a la libre difusión de las ideas, al margen de los
sistemas políticos y económicos. Debe abrir sus puertas
a la producción cultural del mundo y exigir una análoga
posibilidad para sí.
c) Inserción económica
La Argentina no puede admitir una división económica del
mundo entre centro y periferia, entre Norte desarrollado
y Sur subdesarrollado, como realidad inmodificable.
Sostiene, por el contrario, que la persistencia o el
incremento de tal situación derivará en conflictos y
tensiones que pondrán en peligro la misma prosperidad y
seguridad de los países desarrollados y centrales. No
basa esta posición en una simple comprobación práctica o
estratégica.
Proclamará, en cambio, la injusticia de la existencia de
pueblos ricos y pueblos pobres, y de las prácticas
discriminatorias de los países desarrollados,
inadmisibles desde el punto de vista ético e
insostenibles para las naciones que profesan la
democracia y la libertad como valores orientadores de su
organización interna. Agotado el modelo de país
agroimportador y superada la etapa de la sustitución de
importaciones, la Argentina debe proponerse un proyecto
de desarrollo que le permita escapar tanto de la
marginalidad como del criterio de la complementariedad
subordinada. La profunda brecha tecnológica que la
separa de los países más avanzados, y de otros nuevos
polos de desarrollo que están surgiendo en la Cuenca del
Pacífico, debe ser superada mediante una Incorporación
racional de modernos sistemas de producción, información
y organización de la economía, en el marco de una
integración latinoamericana que asegure áreas
geográficas y poblacionales de magnitud suficiente para
ese desarrollo.
Este proyecto de construcción de un país moderno y
desarrollado, incorporado digna y creativamente al
sistema económico internacional a través de la
integración regional, no será obra de un gobierno ni de
un partido, ni podrá ser impuesto desde el Estado. A su
concreción deben concurrir todos los sectores de la
sociedad para evitar que continúe un proceso de
deterioro caracterizado por un orden económico
internacional injusto que no es a la larga sostenible.
La necesidad de modificación no sólo debe ser impulsada
por los países relegados, sino que además debe ser
admitida como una necesidad ética, práctica y política
por los países adelantados. No libertades de
pensamiento, de religión, de creación y de investiga
queremos ser los nuevos bárbaros en las fronteras de un
nuevo imperio y los imperios deben recordar y meditar
sobre cómo han terminado sus relaciones con los
bárbaros. Tenemos la voluntad de participar creadora y
activamente en la construcción de una humanidad mejor,
más equitativa y más libre. No renunciaremos a ese
derecho y lo defenderemos para todos los pueblos del
mundo.
d) Inserción estratégico-militar
La Argentina no pertenece ni debe aspirar a pertenecer a
ninguno de los dos grandes bloques militares que
controlan una buena parte del mundo. Debe considerar la
existencia de dichos bloques como un peligro permanente
para la paz mundial y apoyar todas las iniciativas
tendientes al desarme. La Argentina tampoco debe aceptar
que las divergencias entre los dos grandes bloques se
diriman en escenarios bélicos y políticos de lo que se
ha dado en llamar el
Tercer Mundo y mucho menos aceptar para sí tal
posibilidad. Deberá condenar enérgicamente ese tipo de
intervenciones y denunciar con el mismo vigor la
situación de naciones y pueblos al borde de la
desintegración en virtud de injerencias externas que han
exacerbado conflictos locales hasta convertirlos en
guerras sin triunfadores posibles. Esta concepción, por
otra parte, fundamenta su adhesión a los países No
Alineados, cuya independencia de los dos bloques debe
ser preservada y respetada integralmente por todos los
miembros, sin falsas especulaciones ni dobles juegos. El
Movimiento de No Alineados no debe constituir un tercer
bloque ni sostener posiciones ideológicas específicas
sus objetivos fundamentales deben ser la paz, la
justicia, la independencia y la convivencia entre todos
los pueblos. Asimismo, debe sostener que la posesión de
tremendos arsenales nucleares por parte de las grandes
potencias no es una cuestión que concierna solamente a
ellas. Un eventual conflicto bélico con el empleo de
armas nucleares implicaría la destrucción de la
humanidad toda y la humanidad toda debe tener voz y voto
en las discusiones para conjurar tan terrible y
definitiva amenaza.
2.3. Cambio en la mentalidad colectiva
El esfuerzo por crear bases estables para la convivencia
democrática en la Argentina debe pasar necesariamente
por una reforma cultural que remueva el cúmulo de
deformaciones asentadas en la mentalidad colectiva del
país como herencia de un pasado signado por la
disgregación. El autoritarismo, la intolerancia, la
violencia, el maniqueísmo, la compartimentación de la
sociedad, la concepción del orden como imposición y del
conflicto como perturbación antinatural del orden, la
indisponibilidad para el diálogo, la negociación, el
acuerdo o el compromiso, son maneras de ser y de pensar
que han echado raíces a lo largo de las generaciones en
nuestra historia. Toda nación es el resultado de un
proceso histórico integrador de grupos inicialmente
desarticulados. Detrás de cada unidad nacional hay un
gran proyecto capaz de asociar en la construcción de un
futuro común a fuerzas étnica, religiosa, cultural,
lingüística o socialmente diferenciadas entre sí. Uno de
los rasgos distintivos de la Argentina ha sido nuestro
fracaso en delinear con éxito una empresa nacional de
esta naturaleza. Otros países conocieron en el pasado
terribles luchas internas, pero supieron disolver sus
antagonismos en unidades nacionales integradas, cuyos
componentes se reconocen como parte del conjunto en un
universo de principios, normas, fines y valores comunes.
Esta integración, aunque intentada varias veces, nunca
alcanzó a prosperar en la Argentina, que mantuvo como
una constante a lo largo de todo su itinerario histórico
la división maniquea de su propia sociedad en universos
político-culturales inconexos e inconciliables.
Nuestra historia no es la de un proceso unificador, sino
la de una dicotomía cristalizada que se fue manteniendo
básicamente igual a sí misma bajo sucesivas variaciones
de denominación, consistencia social e ideología. Ahí
están, como expresiones de esta división los
enfrentamientos entre unitarios y federales, entre la
causa Yrigoyenista y el régimen, entre el
conservadorismo restaurado en 1930 y el radicalismo
proscripto, entre el peronismo y el antiperonismo. Bajo
signos cambiantes, el país permanecía invariablemente
dividido en compartimentos estancos, que en mayor o
menor medida se concebían a sí mismos como encarnaciones
del todo nacional, con exclusión de los demás. La
Argentina no era una gran patria común sino una
conflictiva yuxtaposición de una patria y una
anti-patria; una nación y una anti-nación. Como unidad
política y territorial, la nación se asentaba en el
precario dominio de un grupo sobre los demás y no en una
deseada articulación de todos en un sistema de
convivencia. Con el desarrollo económico, el país fue
creciendo en complejidad, generando en su sociedad una
progresiva diferenciación interna entre grupos
políticos, corporativos y sectoriales, todos los cuales
incorporaron aquella vieja mentalidad. La Argentina
ingresa a la segunda mitad del siglo XX con partidos
compartimentados, organizaciones sindicales
compartimentadas, asociaciones empresarias
compartimentadas, fuerzas armadas compartimentadas,
unidades culturalmente dispersas que sólo ocasionalmente
se asociaban en parcialidades mayores también
excluyentes entre sí, pero nunca en esquemas de
convivencia global. En estos procesos de asociación, lo
que se unía nunca era el país sino un conglomerado
interno que sólo lograba afirmar su propia unidad en la
visualización del resto del país como enemigo. Este
esquema tuvo sus inevitables derivaciones en la
mentalidad colectiva de los argentinos. De él emanaron.
- El autoritarismo como forma natural de relación entre
grupos que no concebían otro modo de coexistir que el de
la imposición de unos sobre otros.
- La violencia como forma natural de interacción entre
grupos que no reconocían la existencia de espacios
normativos, axiológicos o de finalidades comunes.
- La intolerancia como producto de una percepción
también compartimentada de los valores.
Cada grupo vivía bajo una constelación de valores
percibida como una exclusividad propia e irreconocible
en los demás.
- La ineptitud para la negociación, el acuerdo, el
compromiso. En una sociedad maniquea, cada grupo asigna
un carácter absoluto a sus propios objetivos y no puede
considerar satisfactorio para sí un destino plasmado en
la concesión, la conciliación negociada de los propios
intereses con los de los otros grupos. La Argentina ha
sido siempre un país donde la intransigencia, más allá
de la necesaria para preservar principios, era
considerada una virtud; donde la expresión "no transar"
se multiplicó en lemas de los más variados signos y
donde negociar era considerado una traición o una
claudicación indecorosa.
- La concepción del orden como imposición y del
conflicto como desorden. En una sociedad culturalmente
desarticulada, que no reconoce la existencia de espacios
normativos comunes entre sus grupos componentes, el
orden sólo resulta concebible como producto de una
acción coercitiva-y por lo tanto básicamente
represiva-del grupo dominante. A la luz de esta
concepción, las situaciones de conflicto son vistas como
una quiebra antinatural del orden, como algo que debe
ser suprimido.
De más está decir que todas estas propensiones y
actitudes componen cabalmente el cuadro de una
mentalidad colectiva poco receptiva para la democracia.
De ahí también que la precedente debilidad de la
democracia en la Argentina, y la precariedad y la
fugacidad de los esfuerzos desplegados hasta ahora por
consolidarla, radicaron menos en sus instituciones que
en nuestro modo subjetivo de asumirlas. Puede decirse
que todos los intentos de revivir la democracia habidos
hasta ahora en el último medio siglo han fracasado, en
gran medida, porque se encaraba la tarea simplemente
como un modo de manipular situaciones objetivas,
desatendiendo la mentalidad, la interioridad cultural de
la gente. Se daba por sentado que las expectativas
naturales de todos o la inmensa mayoría de los
argentinos eran democráticas y que si resultaban
frustradas por el devenir histórico concreto del país,
era porque factores invariablemente exteriores a la
mentalidad popular imponían por la fuerza soluciones
antidemocráticas. Luchar por la democracia era siempre
luchar contra otros. El enemigo estaba afuera y nunca
dentro de nosotros. En diciembre de 1983 se inicia por
primera vez un esfuerzo de democratización basado en la
conciencia de que la clave de los pasados regímenes
autoritarios residía menos en la fuerza intrínseca de
los mismos que en las posibilidades que tenían de
asentarse sobre una cultura política disponible para
aceptarlos.
Para nosotros, defender y consolidar la democracia
significa luchar no sólo contra fuerzas antidemocráticas
objetivas, sino también contra las deformaciones
culturales generadoras de aquella difundida
disponibilidad subjetiva que les ha servido siempre de
base de sustentación. En esta labor de democratización
subjetiva, desempeñan un papel de enorme importancia los
educadores, los periodistas, los dirigentes de las
organizaciones sociales representativas y los
responsables de todos los medios de comunicación masiva.
3. Los caminos
Proponemos una acción basada en un trípode fundamental
participación, modernización y ética de la solidaridad.
3.1. Una democracia participativa
Heredamos un país que marginó de una vida social plena a
los argentinos. Frente a un mundo agresivo donde
reinaban la violencia, la desconfianza, la desunión y la
indiferencia, los argentinos se habían acostumbrado a
defenderse buscando refugio en la privacidad de los
ámbitos más cercanos a su vida cotidiana, a su familia,
a la soledad de sus propios esfuerzos, al aquí y ahora
más que a un futuro que visualizaban como incierto. De
esta manera se redujo el espacio social en el cual
transcurría la vida, y así se fueron perdiendo formas de
unión y solidaridad tradicionales en nuestro país. Así
desapareció la alegría del contacto humano y de la
solidaridad fraterna. Al vaciamiento económico le siguió
el vaciamiento afectivo en una sociedad donde primaba el
desamparo. La democracia comenzó a sentar las bases para
revertir esta situación de encierro en que vivía el
conjunto de nuestro pueblo, pero más especialmente los
desposeídos y la juventud.
La libertad, la paz, la lucha contra la inflación, la
legalidad, fueron los presupuestos básicos que
aseguraron a la Argentina la tranquilidad mínima en esos
ámbitos más cercanos a los cuales había sido reducida su
vida. Pero además comenzaron a conformarse las
condiciones de seguridad y normalidad necesarias para
que las fronteras de la vida cotidiana empezaran a
extenderse en dirección de la solidaridad y la
participación social. Ahora los argentinos, al par que
encuentran su propio lugar, comienzan a conocer el del
otro. Y en este doble movimiento, de encontrar su lugar
y reconocer el lugar del otro, se afirma la esencia de
la democracia y se posibilita la participación.
La participación es un movimiento destinado a agrandar
los espacios de libertad, de bienestar y de relación
humana. No puede ser impuesto desde factores externos a
la vida misma de los que participan, pero necesita del
estímulo y del apoyo del conjunto de las instituciones
públicas y privadas. Es un movimiento que provoca
cambios en la mentalidad colectiva y, consecuentemente,
en las instituciones. Estos cambios están dirigidos a
promover la integración de los argentinos entre sí, así
como entre éstos y sus organismos representativos y a
recuperar la solidaridad y el sentido de unión nacional.
Es necesario crear las condiciones para que se afiancen
los valores emergentes de la solidaridad y la
tolerancia, recobrando así la confianza en el otro que
permitirá desarrollar este movimiento de participación,
de modo que signifique una práctica democrática
cotidiana. Las respuestas de participación deben estar
necesariamente entrelazadas con la vida cotidiana y los
intereses más vitales de cada argentino. Deben estar
orientadas a sus aspiraciones más importantes y
vinculadas con la satisfacción de necesidades concretas
de modo que cada hombre -y particularmente los jóvenes-
se sienta hacedor de su propia vida y constructor de la
nueva sociedad. Hay todavía supervivencia de aquel mundo
exterior agresivo que indujo a los argentinos a
enclaustrarse en su ámbito privado y a confiar sólo en
lo que les era cercano.
Pero tenemos que estar convencidos de que el argentino
de hoy quiere trascender ese círculo de lo inmediato. No
se contenta con lo que tiene, quiere progresar, ansía
encontrar caminos de integración social, busca espacios
que le permitan ampliar su vida personal, y está
dispuesto a realizar los esfuerzos necesarios para
lograrlo. El concepto de esta democracia participativa
que buscamos impulsar representa una extensión e
intensificación del concepto moderno de democracia, y no
se contrapone en modo alguno al de democracia formal.
Toda democracia es formal, en tanto implica normas y
reglas para contener, delimitar y organizar la actividad
política y el funcionamiento de las instituciones del
Estado y de la sociedad. Y toda democracia, por
definición, implica también la participación de la
ciudadanía en las decisiones políticas. El precepto
constitucional según el cual el pueblo no delibera ni
gobierna sino a través de sus representantes, no excluye
otros mecanismos de participación. De lo que se trata,
entonces, es de ampliar las estructuras participativas
fijadas por la misma Constitución, y dar canales de
expresión adecuados a los partidos políticos, las
organizaciones sociales, los municipios, las
instituciones barriales y vecinales. Estamos convencidos
de que cuanto más una persona participa junto a otras en
la acción, con miras a ciertos fines colectivos, tanto
más cobra conciencia de esos fines y se siente entonces
más impulsada a trabajar mancomunadamente para
alcanzarlos.
3.2. Una ética de la solidaridad
Cambiar la mentalidad arraigada en nuestra sociedad,
eliminar sus componentes de autoritarismo, de
intolerancia, de egoísmo, de predisposición a la
compartimentación sectorial y de ineptitud para el
diálogo y el compromiso, constituye una empresa cuyo
punto de llegada no puede ser otro que la construcción
de una nueva voluntad colectiva. Desde el momento en que
esa empresa se plantea como creación y desarrollo de una
sociedad solidaria, contra los factores de disgregación
que aun perduran entre nosotros, la tarea adquiere una
insoslayable y decidida dimensión ética. Accedemos aquí,
entonces, a otro de los pilares del trípode que define
los cimientos de nuestra propuesta una ética de la
solidaridad. Desde ese ángulo ético-que no es aislable
de los otros y que los contiene-se enunciarán algunas de
las condiciones y de los objetivos del proyecto de
sociedad hacia el cual apuntamos, esto es, el de una
sociedad democrática participativa, solidaria y
eficiente.
Diputado nacional Desnaturalizada por el utilitarismo
clásico, rechazada como mera ideología por los varios
mesianismos decimonónicos, la ética ha corrido el riesgo
sea de convertirse en un mero ejercicio escolástico o
antropológico, sea de degradarse en un simple recetario
catequístico de las ''buenas'' y ''malas'' acciones.
Pero desde el momento en que el pensamiento moderno pone
al desnudo tanto los caminos sin salida del egoísmo
utilitarista (y de su metafísica del mercado como modelo
ejemplar), como los atolladeros de una aprehensión
determinista natural de la Historia, la sociedad aparece
como lo que realmente es el producto abierto de una
sucesión de proyectos, de decisiones, de opciones. Así,
pues, abriendo las puertas de la elección entre
alternativas, el pensamiento y la política modernas
retoman las preguntas medulares de la filosofía política
acerca del orden social y su legitimidad. ¿Por qué es
mejor el orden que la anarquía?, y ¿cuál o cuáles, entre
los órdenes políticos, son preferibles? Estas preguntas
comportan una clara dimensión moral frente a la cual
toda concepción mecanicista de lo social no es más que
una coartada. En muchos aspectos, la sociedad argentina
ha sido y hasta cierto punto continúa siendo una
sociedad fuertemente influida por el egoísmo de sus
clases dirigentes; incluso un cierto pensamiento
individualista cree aún que la armonía social es posible
fomentando ese egoísmo. Ese egoísmo ha debilitado la
solidaridad social, generando situaciones de desamparo y
miedo que nos han hecho particularmente permeables a las
pseudosoluciones mesiánicas -populistas y otras-, en las
que el individuo aislado busca una instancia en la cual
reconocerse y bajo la cual protegerse. El egoísmo ha
sido así caldo de cultivo tanto del autoritarismo
pseudoliberal como del mesianismo populista.
Contra esos callejones sin salida se impone afirmar una
ética de la solidaridad, que procure poner de relieve la
armonía de la creación desvirtuada tantas veces por el
egoísmo. En tal sentido-y esto es fundamental-una ética
de la solidaridad implica que la sociedad sea mirada
desde el punto de vista de quien está en desventaja en
la distribución de talentos y riquezas. Pero si no
queremos incurrir en vacuidad, debemos definir los ejes
fundamentales de esa ética. Dicho en términos claros en
los marcos de un proyecto de modernización, la forma que
ha de asumir una ética de la solidaridad consistirá en
resolver equitativamente las formas de relación entre
los distintos sectores en su interacción social. En una
sociedad con creciente complejidad, donde chocan
múltiples intereses y en la que han caducado los
mecanismos corporativos de relación social, es preciso
imaginar y construir un sistema de equidad social en la
organización democrática de la sociedad y de igualdad en
la búsqueda de la realización personal.
Es aquí donde hay que acudir a la idea del pacto
democrático, esto es, de un acuerdo que, al tiempo que
salvaguarde la autonomía de los sujetos sociales, defina
un marco compartido en el interior del cual los
conflictos puedan procesarse y resolverse y las
diferencias coexistan en un plano de tolerancia mutua.
La concepción del pacto democrático aparece hoy como la
mejor alternativa para permitir la coexistencia entre
una pluralidad de actores con intereses diferentes y un
orden que regule los enfrentamientos y haga posible
comportamientos cooperativos. Pero, ¿cómo presentar una
versión válida del pacto democrático efectivamente
conciliable con una ética de la solidaridad? Para ceñir
este problema basta con evocar la persistente tensión
planteada, en la tradición del pensamiento y la práctica
políticas, entre libertad e igualdad.
Como se sabe, esta tensión
entre libertad e igualdad está en el centro de las
discusiones y de las concepciones políticas
contemporáneas piénsese en la tradición liberal, en el
pensamiento social de la Iglesia, en los movimientos
obreros y socialistas. Al respecto, pensamos que para
comenzar a superar esa tensión es necesario enriquecer
y, por lo tanto, redefinir la noción tradicional de
ciudadano -o de ciudadanía-, reconociendo que ella
abarca, además de la igualdad jurídico-política formal,
otros muchos aspectos, conectados con el ser y el tener
de los hombres, es decir, con la repartición natural de
las capacidades y con la repartición social de los
recursos. Es claro hay una distribución natural
desigual. Hay, asimismo, una distribución social e
histórica desigual de riquezas, status y réditos. Esas
desigualdades acarrean consecuencias que son
incoherentes o contradictorias con el hecho de reconocer
a cada ciudadano como miembro con igual dignidad en el
seno de la cooperación social. Este reconocimiento
amplía el significado de los derechos humanos, que no
sólo son violados por las interferencias activas contra
la vida, la libertad y los bienes de las personas sino
también por la omisión al no ofrecer las oportunidades y
recursos necesarios para alcanzar una vida digna. Un
pacto democrático basado en esa ética de la solidaridad
supone la decidida voluntad de que esté sustentado en
condiciones que aseguren la mayor justicia social
posible y, consecuentemente, reconoce la necesidad de
apoyo a los más desfavorecidos.
La modernización que se propugna ha de estar en
concordancia con las premisas y condiciones del proyecto
de sociedad aquí propuesto. No se trata de modernizar
con arreglo a un criterio exclusivo de eficientismo
técnico-aun considerando la dimensión tecnológica de la
modernización como fundamental-; se trata de poner en
marcha un proceso modernizador tal que tienda
progresivamente a incrementar el bienestar general, de
modo que la sociedad en su conjunto pueda beneficiarse
de sus frutos. Una modernización que se piense y se
practique pura y exclusivamente como un modo de reducir
costos, de preservar competitividad y de acrecentar
ganancias es una modernización estrecha en su concepción
y, además, socialmente injusta, puesto que deja por
completo de lado las consecuencias que los cambios
introducidos por ella acarrearán respecto del bienestar
de quienes trabajan y de la sociedad en su conjunto.
Aquí se propone una concepción más rica, integral y
racional de la modernización que, sin sacrificar los
necesarios criterios de la eficiencia. los inserte en el
cuadro más amplio de la realidad social global. de las
necesidades de los trabajadores, de las demandas de los
consumidores e incluso de las exigencias de la actividad
económica general del país. Sin duda, esta concepción
integral de la modernización, que sólo es pensable en un
marco de democracia y de equidad social, planteará
dificultades y problemas en ocasión de su implementación
efectiva. Se sabe que no siempre es fácil conciliar
armoniosamente eficiencia con justicia. No obstante,
desde la óptica de una ética como la que aquí se
promueve, se ha de mantener que tal es la concepción más
válida de la modernización, ya que sólo hay
modernización cabal donde hay verdadera democracia y,
por lo tanto, donde hay solidaridad.
En rigor, el razonamiento
implica postular la propuesta de un proyecto de
democracia -como tal opuesto a otros proyectos- y de
ninguna manera afirma que democracia y modernización
estén por fuerza vinculadas históricamente. El
"trípode'' es un programa, una propuesta para la
colectividad, no una ley de la Historia. Sólo podrá
realizarse si se pone a su servicio una poderosa
voluntad colectiva. En política, los términos no son
neutrales ni unívocos deben ser definidos. Ya lo hicimos
al precisar nuestra concepción de democracia. También
son varios los significados de modernización. Nosotros
la concebimos taxativamente articulada con la democracia
participativa y con la ética de la solidaridad. Toda
modernización es un proceso socialmente orientado, surge
de una matriz cultural, responde a determinados
valores-lo cual significa que rechaza a otros-y se
vincula con determinados intereses. En ese sentido, es
históricamente cierto que democracia y modernización no
han marchado siempre juntas y que antes y ahora se han
planteado proyectos de modernización económica que no se
compadecen con una sociedad democrática. Bajo el
capitalismo y bajo el socialismo se han dado procesos de
modernización autoritaria; los ejemplos son múltiples y
en general se vinculan con ideologías extremadamente
liberales que confían en el egoísmo del mercado o con
ideologías extremadamente estatistas que confían en la
planificación centralizada y compulsiva. Frente a una
modernización que se basa en el refuerzo de los poderes
privados, y otra que se basa en el refuerzo de los
poderes del Estado. la modernización en democracia y en
solidaridad supone reforzar los poderes de la sociedad,
autónomamente constituidos.
¿Cuál es el marco de referencia en el que se encuentra
colocada de manera predominante en el mundo
contemporáneo la discusión sobre la modernización?
Parece evidente que el énfasis está colocado en los
aspectos económicos y tecnológicos. Es natural que así
sea, porque tras un período de crisis de las ideologías,
de desideologización de los hábitos políticos, se
acumulan los resultados de una revolución tecnológica de
una magnitud tal-sólo comparable al producido hace dos
siglos por la revolución industrial-que, además de su
efectividad real como instrumento de cambio de la vida
cotidiana, ha adquirido el carácter de un mito colectivo
potencialmente peligroso, en tanto se constituya al
margen de la democracia y de la ética de la solidaridad.
El pensamiento tradicionalista, presentado como mera
inversión del anterior, ofrece una respuesta simple el
rechazo del progreso que la innovación tecnológica
promueve y el refugio en un mundo nostálgico. Pero ni
las afirmaciones simples ni las respuestas simples
sirven históricamente; se hace necesario aceptar el
desafío de la modernización y a la vez despojarlo de sus
peligros autoritarios y de su amoralidad tecnocrática.
Por razones particulares, que trataremos de despejar
ahora, ese problema es crucial en nuestro presente.
3.3. Modernización
El tema de la modernización no es nuevo en la historia
social argentina. En rigor, el primer momento clásico de
los procesos de modernización-el pasaje de una sociedad
tradicional a otra de masas-ya ha sido cubierto entre
nosotros hace décadas. Esta modernización ha agotado su
capacidad expansiva sin que haya sido reemplazada por
otra propuesta de desarrollo. La crisis de las primeras
formas de modernización es simultánea con otro proceso
nuestra decadencia coincide con una verdadera mutación
que se está operando en los países centrales. Esta
asincronía entre nuestra crisis y los rápidos procesos
de cambio tecnológico que se están dando en el mundo
acentúa el dramatismo del caso argentino y la necesidad
de definir urgentemente el paso hacia una nueva
modernización. ¿Cuáles deberian ser sus características?
Hay, en primer lugar, una dimensión económica y
tecnológica. No hay política de modernización que pueda
dejar de lado esa dimensión y, en tal sentido, debe
constituir un eje definitorio de propuestas para el
futuro. Frente a una frontera científica y tecnológica
que en los países centrales se expande a la vez en
tantas direcciones y con tal velocidad, está claro que
la Argentina no puede quedar como espectadora de avances
ajenos y como consumidora pasiva de sus logros. Es
necesario superar desgastantes antinomias planteadas
entre ciencia básica, ciencia aplicada y desarrollo
tecnológico. Sin ciencia no habrá más que tecnología
escasa o exógena, cuya evolución será frágil y
temporaria; sin tecnología, los beneficios producidos
por la ciencia para el país carecerán de efecto
multiplicador y quedarán limitados a ámbitos cerrados.
El papel de la universidad, crucial para el desarrollo
de la investigación científica. solo podrá concretarse
acabadamente en el contexto de una modernización global
de la sociedad y su aparato productivo. para que sus
egresados sean el puente efectivo entre los
conocimientos logrados y su aprovechamiento concreto.
Ello implica tanto la adecuación de programas de estudio
y criterios pedagógicos a los avances de la ciencia y la
tecnología contemporáneas, como la creación de los
cauces indispensables en las actividades económicas a
fin de no dilapidar esfuerzos. No habrá producción
moderna sin el aporte de la ciencia ni habrá
investigación realmente útil para el país sin centros de
actividad, públicos y privados, que estén en condiciones
de aplicar sus resultados. La ciencia y la investigación
también deberán estudiar y prever los efectos que tendrá
sobre la sociedad la incorporación de las nuevas
tecnologías, a fin de aportar los elementos necesarios
para potenciar las consecuencias positivas y neutralizar
las negativas.
La política de fondo para la ciencia debe asegurar el
crecimiento y la vitalidad de la base científica del
país en el largo plazo; la política tecnológica por su
parte debe asegurar una capacidad de decisión autónoma
para encarar opciones de distintos grados de complejidad
y la capacidad de generar y transferir tecnologías
adaptadas a las necesidades e intereses nacionales. Es
necesario promover la consolidación de una tradición de
desarrollo tecnológico en las unidades productivas,
tanto las estatales como las privadas. Frente a la
tradicional política de comprar la tecnología -muchas
veces sin tener parámetros para evaluar qué se está
comprando-, es necesario impulsar acciones de
adaptación, de mejora, de perfeccionamiento y de
innovaciones, tanto menores como de gran alcance.
Es ya un lugar común decir que se debe poner el énfasis
en asimilar y desarrollar autónomamente las tecnologías
de punta la informática, la electrónica y sus
aplicaciones, la biotecnología, la petroquímica y el
desarrollo de nuevos materiales. Y ya se ha señalado que
autonomía no es autarquía hay suficiente experiencia
internacional para abandonar la idea de un país
absolutamente aislado y autosuficiente.
Recalcamos que es esencial no perder de vista esa
frontera científico-técnica que se expande y trabajar
para llegar a ocupar posiciones en su línea de avance
las que mejor convengan a nuestro proyecto de
modernización estructural. Pero al establecer nuestras
prioridades no podemos dejar de señalar que, en una
primera etapa nuestro bienestar e independencia se
seguirán basando en el uso racional e inteligente de
recursos tradicionales como la agricultura, la pesca, la
minería y las industrias ya establecidas metalúrgica y
bienes de capital, alimentos, química, etcétera. Mucho
se puede avanzar en la necesaria modernización de estos
sectores mediante el aporte del sistema
científico-técnico con que cuenta nuestro país. Asimismo
se debe procurar que esa carga no recaiga de un modo
unilateral en el Estado, sino que llegue a ser también
parte de la actividad normal de las empresas privadas,
tal como ocurre en otras partes del mundo.
Pero con esto no se agota el debate sobre la
modernización, salvo que, como hemos señalado, caigamos
en el mito tecnológico. Las relaciones que deben
establecerse entre modernización y justicia social y
entre modernización y democracia pasan a ser cruciales
para deslindar este proyecto de los de la izquierda
anacrónica, del populismo y del liberalismo económico.
Las crisis de los primeros ciclos de modernización han
dejado al desnudo entre nosotros las falencias con las
que ellos se estructuraron en el momento de su
expansión. La Argentina creció por agregación y no por
síntesis. La modernización y la industrialización fueron
así suturando procesos de cambio a medias, incompletos,
en los que cada transformación arrastraba una
continuidad con lo viejo, sobre agregándose a él. De
hecho, la sociedad se fue transformando en una suma de
agregados sociales que acumulaban demandas sobre el
Estado y se organizaban facciosamente para defender sus
intereses particulares. El resultado de esa
corporativización creciente fue una sociedad bloqueada y
un Estado sobrecargado de presiones particularistas que
se expresaba en un reglamentarismo jurídico cada vez más
copioso y paralizante, al par que sancionaba sucesivos
regímenes de privilegio para distintos grupos. Los
costos de funcionamiento de una trama social así
organizada sólo podían ser financiados por la inflación
que, como veremos, se transformó entre nosotros en la
forma perversa de resolución de los conflictos. En las
condiciones y bajo las necesidades de hoy, encarar una
nueva modernización como salida de una prolongada crisis
de la anterior, implica crear, en lugar de esa sociedad
bloqueada con la que culminó el ciclo precedente, una
sociedad flexible. ¿Qué entendemos por flexibilidad de
una sociedad? Obviamente, no se trata de propugnar la
disolución de todos los elementos de orden y disciplina
social, consensualmente aceptados. La flexibilidad no es
la anomia ni el rechazo de los valores que constituyen
la estructura de toda convivencia civilizada. Pero si el
respeto a las normas es indispensable para sostener la
vida en común, un exceso de rigidez en las mismas puede
acarrear la presencia de frenos para la innovación. Las
sociedades tratan de buscar el equilibrio entre la
continuidad y el cambio. Tal como lo postulamos, la
flexibilidad significa posibilidad de apertura a nuevas
fronteras. Implica, además, consolidar en todas las
dimensiones el rasgo más elocuente de la modernización,
que es la capacidad de elección de los hombres frente a
la obediencia ciega ante la proscripción. Dadas las
características con las que se dio nuestro crecimiento,
tenemos a nuestras espaldas bastiones de derechos
adquiridos, nichos de privilegios que se fueron sobre
agregando a nuestra legislación, haciendo que nuestro
estado social no fuera el producto de una
universalización de derechos sino la sumatoria de
derechos particulares que generaban una ineficiencia
generalizada. La manera en que se ha organizado entre
nosotros la previsión social y el derecho a la salud-dos
conquistas fundamentales de la sociedad contemporánea-es
un ejemplo palmario de esta dilapidación de recursos
humanos y materiales. En el caso de nuestra economía,
esta rigidez es también un elocuente testimonio de
nuestros fracasos. ¿Cuántos recursos se despilfarran por
carencia de una mayor flexibilización de las normas de
trabajo, de producción y de gestión?
Y esta rigidez paralizante
abarca tanto al sector público como al privado. porque
la sociedad es una y sus vicios de crecimiento han
empapado a todos los sectores. Al plantear esta
exigencia de flexibilidad en todos los órdenes como una
característica central de la modernización en la
Argentina, buscamos, además, desplazar la discusión de
los ejes en los que habitualmente se la coloca. Nos
referimos a una homologación simplista entre
modernización y cambio tecnológico. La incorporación de
tecnologías de punta no tiene efectos mágicos, no
moderniza automáticamente a una sociedad y, menos aun,
garantiza que la modernización sea compatible con la
participación y con la solidaridad. Transformar en
eficiente una sociedad quiere decir sobre todo y antes
que nada, mejorar la calidad de la vida de los hombres.
En ese sentido el proceso procura modernizar no sólo la
economía, sino también las relaciones sociales y la
gestión del Estado, dotando a los ciudadanos de cuotas
crecientes de responsabilidad, a fin de asociarlos a una
empresa común. La modernización no es tema exclusivo de
las empresas es toda la sociedad la que debe emprender
esa tarea y con ella la nación, redefiniendo su lugar en
el mundo. Modernizar es, también, encontrar un estilo de
gobierno que mejore la gestión del Estado y que plantee
sobre otras bases la relación entre éste y los
ciudadanos. El debate acerca del papel del Estado y de
las relaciones entre éste y la sociedad-que comienza por
distinguir una dimensión de lo público como diferente de
lo privado y de lo estatal-deberá ser tomado por la
comunidad como uno de los temas claves del momento. Como
tal, debería ser considerado con mayor serenidad que la
acostumbrada hasta ahora, cuando el campo parece sólo
ocupado por los privatistas y por los estatistas a
ultranza. Consideramos esencial revertir el proceso de
centralización que se ha venido produciendo desde hace
décadas en la administración del Estado, no sólo para
alcanzar un objetivo de mayor eficiencia, sino también-y
fundamentalmente-para asegurar a la población
posibilidades más amplias de participación. Existe una
relación inversamente proporcional entre centralización
y participación. Una gestión estatal muy concentrada
implica confiar el manejo de la cosa pública a un núcleo
burocratizado de la población, que desarrolla como tal
conductas sujetas en mayor medida a sus propios
intereses corporativos que al interés general.
Descentralizar el funcionamiento del Estado significa al
mismo tiempo abrirlo a formas de participación que serán
tanto más consistentes cuanto mayor sea su grado de
desconcentración.
Descentralizar es un movimiento no sólo centrífugo sino
también descendente, que baja la administración estatal
a niveles que pueden reservar a las organizaciones
sociales intermedias un papel impensable en un sistema
de alta concentración. Esto permite que los ciudadanos
participen de decisiones que los afectan en
instituciones inmediatas a su propia esfera de acción.
En la medida en que esas instituciones tengan poder
efectivo, esta participación no será un mero ejercicio
cívico sino que tendrá efectos trascendentes para la
vida de los individuos, que asumirán con más profundidad
su papel de actores y-por lo tanto-de custodios del
sistema democrático. Si al modernizar queremos mantener
vigentes la solidaridad y la participación, hace falta
convocar a toda la sociedad, a los ciudadanos y a sus
organizaciones, para abrir una discusión franca y
constructiva que permita superar los bloqueos que nos
llevaron a la decadencia. La desburocratización, que
busca liberar fuerzas contenidas por una cultura
corporativa, no implica necesariamente privatización en
el sentido vulgar de los reclamos de los ultraliberales.
Si rechazamos al estatismo agobiante que frena la
iniciativa y la capacidad de innovación, no ignoramos
que la rigidez y la defensa de bastiones privilegiados
no ha sido sólo patrimonio del Estado sino también de la
empresa privada. Se trata de un problema de toda la
sociedad argentina y no meramente de una parte de esa
sociedad. como es el Estado.
4. Las dificultades
4.1. La violencia en nuestra cultura política
Tras un largo periodo de desquiciamiento institucional,
la sociedad argentina ha logrado crear las condiciones
necesarias para poner en marcha formas de organización
política basadas en la juridicidad. Desde 1930 en
adelante el sistema político se constituyó
progresivamente alrededor de la violencia y de la
ajuridicidad. Primero fue la violencia del golpe militar
que interrumpió un doloroso y largo proceso de
construcción democrática en el cual se habían
comprometido las élites más lúcidas del país y al que
habían aportado su voluntad las grandes masas populares.
Luego, en los aciagos arios treinta, fue la violencia
del fraude, que desnaturalizó la elección por los
ciudadanos de sus representantes, ese acto trascendental
de la democracia. Más tarde, recuperada la posibilidad
del voto popular y ampliado el cauce participativo por
la incorporación de las grandes masas a la vida
política, la violencia sin embargo, no desapareció de su
seno y llegó a asumir la forma de un partido hegemónico
que dificultaba la competencia por el poder. Por fin,
superada esa experiencia, la violencia política se
expresó en la recurrencia de las intervenciones
militares, que derrocaron en las últimas tres décadas a
todos los gobiernos surgidos de comicios.
En el periodo que nace a principios de los años setenta,
esta ajuridicidad, que había marcado la vida de varias
generaciones de argentinos, ocupó la totalidad del
espacio institucional y se derramó hacia la sociedad
entera vivimos entonces-y recién estamos saliendo de
ello-el horror de una comunidad nacional que pareció
perder los hábitos de la convivencia civilizada,
sometida al pánico engendrado por los violentos de todo
signo. En octubre de 1983, esta sociedad, aún aturdida
por el dolor, votó masivamente por la vida contra la
muerte y reafirmó, el 3 de noviembre de 1985, la
voluntad de no dejarse arrebatar La esperanza de una
existencia en paz.
Somos conscientes de que estamos poniendo los cimientos
para una reconstrucción del orden civilizado en la
Argentina.
Sabemos, también, que la tarea no es ni será sencilla,
porque los hábitos perversos no se derrotan fácilmente y
porque quedan aún nostálgicos del terror que harán lo
posible por revivir los tiempos oscuros que les
sirvieron para medrar. Contra todos los obstáculos, la
tarea fundacional de la democracia -que no es de un
gobierno ni de un partido sino que es responsabilidad de
todo el pueblo-habrá de persistir tenazmente, hasta
borrar para siempre los componentes autoritarios que
durante más de cincuenta arios enfermaron a nuestra
sociedad y envilecieron a sus instituciones.
Vamos-duramente, pero con la confianza de quienes están
construyendo sólidas bases-hacia una experiencia
democrática continua y afianzada. La ajuridicidad
montada sobre la violencia destruye las instituciones.
Todas las instituciones en primer lugar las políticas,
pero también las económicas, las sociales, las
culturales. Al transformarse en una estructura
permanente, en el aparente horizonte al que todos deben
mirar, penetra hondamente en la vida cotidiana, empapa
los comportamientos, transforma a la inseguridad en
costumbre y al egoísmo en rutina. Cuando se incita a una
comunidad a vivir en los marcos del " sálvese quien
pueda", se está destruyendo la dimensión ética de la
vida.
4.2. La inflación como expresión de una sociedad
facciosa
Una de las expresiones más claras de la inmoralidad
argentina de las últimas décadas fue la adopción de
políticas que fomentaron o toleraron la persistente
presencia del flagelo inflacionario. Al encarar
frontalmente su erradicación tuvimos clara conciencia de
que las medidas adoptadas eran algo más que los
elementos de una reforma económica ellas implicaban
poner las bases para una reforma política y, más
profundamente aun, para una reforma de nuestras
costumbres, para una reformulación de nuestra moral
colectiva. La inflación es la otra cara de la violencia
y de la armonía; el reverso de una misma medalla, la de
la decadencia social. La sociedad argentina fue llevada
a adquirir los rasgos de una sociedad facciosa; la
depreciación de la moneda implicaba simultáneamente la
depreciación de todos los valores de la solidaridad
colectiva. Los necesarios conflictos que recorren la
trama de toda sociedad moderna se resolvían de manera a
la vez ilusoria y perversa, mediante los mecanismos de
alivio transitorio y sólo nominal que la creación
ficticia de papel moneda procuraba. Los comportamientos
defensivos y las actitudes corporativas, especulativas,
facciosas, de los grupos sociales encontraban su
realimento en la cultura de la inflación.
Ningún compromiso colectivo se hace posible en esas
condiciones de exacerbación del egoísmo. Y la democracia
es, por definición, un compromiso de voluntades
racionales que eligen decidir sobre su destino.
En oportunidad de ponerse en marcha la reforma económica
señalamos que ''si el problema económico no es resuelto,
la vida política de la nación correrá serios riesgos''.
Es que corroída en sus bases éticas, la vida política
bajo la cultura de la inflación abre las puertas a la
indiferencia ciudadana o a las falsas soluciones
mesiánicas.
4.3. Crisis y cambio
Sabemos que estamos viviendo una etapa de transición.
Por voluntad de la mayoría, un ciclo ha terminado. Un
ciclo largo que hemos definido reiteradamente como de
decadencia económica, institucional y moral. Lo que nace
y lo que muere se entrecruzan; el cambio coincide con la
crisis de la que intentamos salir, seguramente la más
grave y profunda de este siglo, y lo que buscamos
implantar es la democracia como forma de gobierno pero
también como forma de vida, como sistema político, como
estilo de convivencia entre los hombres. No habremos
triunfado hasta que estas dos dimensiones se hayan hecho
una, hasta que las rutinas del autoritarismo que
marcaron nuestras vidas sean transformadas por las
rutinas de la democracia. En una palabra hasta que ésta
no descanse solamente en las formas institucionales sino
que penetre en la íntima conciencia de cada argentino.
En este sentido, la crisis no es sólo un obstáculo la
comprobación de la enfermedad en un cuerpo sano (un
bloqueo económico y social para una empresa de
modernización). En su remoto origen lingüístico, crisis
significa también discriminar y decidir.
Debemos rescatar el momento productivo de la crisis como
estímulo para la capacidad de elegir entre alternativas.
Más aun las crisis estallan precisamente porque los
hombres y los pueblos son capaces de erigir proyectos
alternativos a las situaciones de injusticia y de
decadencia. Ellas no son un fenómeno de la naturaleza
sino una producción de la historia. Las crisis llevan en
sí la potencialidad del cambio. Marcan los momentos de
emergencia de nuevas demandas, de nuevos proyectos de
vida, de nuevos actores sociales y de recuperación de la
iniciativa y de la capacidad de invención colectiva. Es
la elección por la alternativa de la democracia lo que
provocó la crisis del autoritarismo. Pero-según hemos
dicho-la democracia remite a dos niveles. Es por un lado
un procedimiento ciudadano sobre el que se basa un orden
político. Y es, por el otro, un espacio-el único
legítimo para adoptar proyectos de transformación
social. Ambas dimensiones, aunque no estén
históricamente fusionadas, deben llegar a
complementarse. Si la democracia no es capaz de amparar
procesos transformadores-procesos que en la Argentina de
hoy se resumen en el imperativo de modernizar al país
sin abdicar de una ética de la solidaridad-fracasará
también, inevitablemente, como procedimiento, como
régimen político.
5. La estrategia
Hemos descripto nuestras dificultades. Para superarlas,
resulta imprescindible elaborar una voluntad democrática
moderna, que esté a la altura de la necesidad de
transformación, formal y sustantiva, que reclaman los
tiempos. Por cierto que no partimos de cero. Si bien es
verdad que los grandes sistemas ideológicos están en
crisis, es verdad también que esa crisis libera
elementos parciales que aceptan una recomposición en un
nuevo consenso integrador.
Pensamos en una síntesis que recupere lo mejor de las
grandes tradiciones políticas argentinas y que, al
hacerlo, sea capaz de constituir una nueva voluntad
colectiva que sea algo más que una suma de programas
parciales. Esta voluntad democrática colectiva no
implica uniformidad significa un piso común de creencias
capaces de contener dentro de sí al pluralismo y a la
diversidad. Al transformar diferentes problemas
planteados por variadas ideologías en temas comunes, una
nueva voluntad democrática se consolida porque es capaz
de penetrar, como un lenguaje compartido, en la mayoría
de las propuestas políticas y sociales, respetando su
particularidad. En esta etapa de transición, en este
momento fundacional, parece no sólo legítimo sino
también indispensable recuperar y resignificar esos
valores heredados. Pero es también cierto, sin embargo,
que un consenso democrático moderno no puede contentarse
con rearticular contenidos provenientes de concepciones
anteriores. Debe también incorporar otros, surgidos más
recientemente, productos de nuestra contemporaneidad.
Las sociedades modernas asisten a procesos de creciente
diferenciación y complejidad sociales. Emergen nuevos
sujetos, portadores de nuevas demandas, de nuevos temas
de convocatoria. Ellos también deberán tener su lugar en
el emprendimiento común.
5.1. Convocatoria a la convergencia
Desde hace dos años la Argentina transita decididamente
los caminos de la democracia. Ha costado acceder a ella,
como lo muestran los padecimientos y obstáculos que
hemos debido atravesar para alcanzarla, y costará sin
duda afianzarla definitivamente, ya que la hemos
conquistado en medio de terribles limitaciones y
problemas de orden económico, social y político.
Algunos de ellos heredados de nuestra historia reciente,
otros provenientes del proceso global de crisis y de
transformaciones profundas que vive el mundo en la hora
actual.
La democracia argentina no es débil, en la medida en que
cuenta con medios y voluntades para sostenerse. Pero
tampoco es aún una democracia consolidada, puesto que no
se ha logrado todavía que la adhesión espontánea del
ciudadano argentino a su Vigencia se traduzca en la
interiorización de hábitos de convivencia política que
hagan literalmente inconcebible cualquier sueño de
involución autoritaria. He aquí una tarea que debe ser
asumida y para la cual son necesarias iniciativas
específicas. Dicho esto, sin embargo, es preciso tener
en cuenta que la consolidación de la democracia sólo
define el marco para encuadrar un conjunto determinado
de objetivos. Esos objetivos han sido motivo de esta
exposición y se resumen en el logro de una sociedad
moderna, participativa y solidaria. También en este
caso, determinadas iniciativas deben ser puestas en
marcha. La historia argentina en casi todo lo que va del
siglo XX es la de un país cuyas relaciones sociales no
han estado sujetas a un pacto de convivencia. Las
múltiples luchas que precedieron el acceso al gobierno
del radicalismo, la violenta restauración conservadora
del '30, auspiciada por previos conflictos y
perturbaciones del orden social, la irrupción del
peronismo como fórmula frontalmente opuesta a las
expresiones políticas preexistentes y la posterior
revancha antiperonista, constituyeron sucesivas
manifestaciones de una misma indisponibilidad para
convivir en un marco global mente compartido de normas,
valores e instituciones.
Sobre ese trasfondo histórico, sólo hubo lugar -salvo
breves excepciones- para una ficción de democracia o
bien, como ocurrió las más de las veces, para la
instauración abierta del autoritarismo. En este sentido,
cabria decir que la democracia no debe ser restaurada
sino construida en nuestro país. Ahora bien, cuando
hablamos de construcción de la democracia no nos estamos
refiriendo a una simple abstracción; nos estamos
refiriendo a la fundación de un sistema político que
será estable en la medida en que se traduzca en la
adopción de rutinas democráticas asumidas y practicadas
por el conjunto de la ciudadanía. Las normas
constitutivas de la democracia presuponen y promueven el
pluralismo y, por lo tanto, la pacífica controversia de
propuestas y proyectos acerca del país que anhelamos.
Los objetivos antes enunciados, cuya síntesis cabe en la
fórmula de una sociedad moderna, participativa y
éticamente solidaria, constituye, en ese sentido, uno de
tales proyectos. Tenemos, sin embargo, la convicción de
que no se trata de un proyecto más; de que, sin
perjuicio de ser discutido, corregido, perfeccionado,
posee una capacidad convocante que excede, por sus
virtualidades propias, los puntos de vista particulares
de un sector, de una corporación e incluso de una
agrupación partidaria. Sin duda, esa capacidad ha de
ponerse a prueba. Tal es, al fin y al cabo, el principal
motivo de esta convocatoria. De ser escuchada, habrá de
afirmarse bajo la forma de convergencia de fuerzas
políticas y de concertación entre las organizaciones
sociales. En sus términos más sustantivos, la
convocatoria implica una propuesta de reformas
específicas a nivel económico, político, social,
cultural e institucional, que deberán, como es natural,
ser precisadas y desarrolladas oportunamente con el
concurso de cuan tos quieran sumarse al proyecto.
Al partido político más viejo de la Argentina la
historia le abre hoy la posibilidad de ser la fuerza
aglutinante para la construcción del país nuevo, del
país moderno. La U.C.R. está llamada a ser el partido de
la convocatoria para el futuro y esto no es fruto de una
casualidad. Su primera gran función histórica fue la de
instaurar la democracia concreta en los marcos que las
fuerzas organizadoras del país habían delineado a partir
de mediados de siglo pasado, pero que se habían limitado
en la práctica a un restringido sector social. El
radicalismo completó la primera modernización del país
con la incorporación de la ciudadanía a la vida
política. Su convocatoria no se redujo, sin embargo, a
la mera aplicación de las reglas constitucionales en
plenitud y a la vigencia del sufragio universal y
secreto. Una concepción ética de la política y un
profundo sentido de la justicia social se sumaron a la
propuesta democrática, en términos no excluyentes de
ningún sector y aparentemente desligados de las grandes
líneas ideológicas que desde hacía dos siglos
canalizaban las inquietudes sociales y políticas de los
países de Occidente.
Por cierto que el radicalismo era una fuerza renovadora
y opuesta al conservadorismo, pero no se definió como
liberal o socialista, ni tendió a reflejar algunos de
los matices intermedios de estas dos opuestas
posiciones. Fue en su modo de actuar un partido de
síntesis, un partido donde las reivindicaciones y
principios de la libertad, el progreso y la solidaridad
social encontraron un cauce abierto. Por ello recibió
frecuentes criticas de los partidos dogmáticos y se le
imputó no pocas veces vaguedad ideológica y falta de
rigor teórico. La ironía de la historia ha permitido que
esa supuesta ambigüedad sea hoy una de sus mayores
riquezas, pues si algo caracterizó al radicalismo en su
casi un siglo de existencia es el sentido ético de la
política y su adscripción a ultranza al sistema
democrático. Estos dos valores constituyen el punto de
arranque de quienes intentan en el mundo contemporáneo,
desde la perspectiva de las grandes corrientes políticas
históricas, superar las dicotomías que tuvieron sentido
o funcionalidad en el pasado pero que ya no se
corresponden con los profundos cambios sociales y
económicos de la segunda revolución industrial.
Valores que eran defendidos por liberales o socialistas,
y las diversas posiciones intermedias, sin excluir al
conservadorismo lúcido y al social cristianismo,
quedaron incorporados a la cultura, a la práctica
política y a las instituciones de la mayor parte de
Occidente. Las involuciones totalitarias fueron
superadas en esa área del mundo luego de la Segunda
Guerra Mundial, en un proceso que arrancó de la derrota
del nazi fascismo y que culminó con el derrumbe de los
regímenes autoritarios en España y Portugal y el fracaso
de la aventura de los coroneles griegos . En América
Latina, cuyas naciones surgieron a la vida independiente
bajo la inspiración de las ideas democráticas y
progresistas, la amenaza autoritaria continúa aún
presente, pero en los últimos años se está desarrollando
un proceso generalizado de democratización. Nuestros
pueblos son conscientes, cada vez más, de que ni el
desarrollo económico ni la democracia pueden ser el
privilegio de algunos pocos pueblos elegidos. El
radicalismo argentino debe provocar la síntesis,
suscitar la modernidad, abrir el futuro. Los valores y
las metodologías políticas rescatables y todavía
vigentes del pasado, tanto internacional como nacional,
deben encontrar en nuestro partido una síntesis
armoniosa y superadora, en consonancia con las nuevas
exigencias y los nuevos problemas que se plantea la
humanidad. El radicalismo argentino debe sumarse con su
aporte a esa búsqueda colectiva de la humanidad para
delinear los marcos éticos políticos y organizativos de
su futuro. Debe quedar bien en claro que el rechazo del
dogmatismo y de las concepciones mecanicistas y
deterministas decimonónicas no abre paso a la vaguedad
sino a la concreción, a la racionalidad y a la
experimentación consciente de nuevas fórmulas de
convivencia entre los hombres. En virtud de su
tradicional rechazo de las concepciones dogmáticas y
sectarias, el radicalismo está en condiciones óptimas
para convertirse en el instrumento político y social
capaz de asumir y encarnar con flexibilidad las
exigencias de la sociedad en transformación, de la
sociedad que marcha hacia una nueva etapa productiva y
organizativa. Esta flexibilidad no se contrapone al
rigor, sino que lo exige, pero es el rigor de los
principios de la investigación, de la búsqueda
racionalmente orientada, del estudio abierto y valiente.
Pero, además, debemos facilitar el surgimiento de las
nuevas ideas, de los nuevos estilos y de las nuevas
propuestas que la sociedad argentina necesita para
orientar su marcha al futuro, a fin de que se incorporen
a la empresa común todos aquellos argentinos que sientan
y comprendan que ha comenzado un nuevo siglo de nuestra
historia y de la historia de la humanidad. Nuestra
propuesta de modernización implica la integración y la
participación de todo el pueblo.
Sin solidaridad no se construye ninguna sociedad estable
y el primer deber que nos impone la ética de la
solidaridad es incorporar al trabajo común a todos
aquellos que, sin renegar de su historia, se sientan
convocados por un proyecto como el que hemos definido.
Pensamos en primer término en quienes fueron condenados
por políticas injustas a la miseria y a la marginalidad.
Pensamos también en las jóvenes generaciones que han
sufrido el enclaustramiento de una educación autoritaria
y la falta de oportunidades y se integran hoy a la vida
política con su impulso decidido y su energía vital
dispuestos a construir un mundo nuevo.
Pensamos además en quienes fueron desplazados de la vida
política efectiva por la marcha de la historia,
herederos de los ideales y ambiciones que guiaron a
buena parte de los hombres que en las últimas décadas
del siglo pasado comenzaron la edificación de la
Argentina moderna. En quienes enaltecieron hasta el
límite el valor de la libertad como el más preciado por
encima de cualquier doctrinarismo económico. En quienes
son herederos de la acción ejemplar del socialismo
humano, democrático y ético. En quienes buscaron
conjugar su creencia religiosa con la construcción de un
mundo inmediato mejor para los hombres y que no han
logrado incorporar ese noble ideal a la práctica
política concreta de vastos sectores sociales. En
quienes comprendieron que no hay país posible sin
desarrollo y entienden la exigencia ineludible de la
ética política y del metodo democrático. En quienes se
desprendieron del viejo tronco radical en busca de
marchas más veloces. En quienes procuran una vía
efectiva para terminar con la injusta división del país
entre un centro relativamente próspero y un interior
relegado, acudiendo a mecanismos locales.
En quienes fueron protagonistas de una experiencia
histórica donde la justicia social conmovió como
proyecto a nuestra sociedad y veían en la democracia su
necesario sostén. A todos ellos convocamos hoy para que,
en pluralidad de ideas y de propuestas pero en comunidad
de aspiraciones y, de ser posible, en una acción
conjunta y un ámbito común, construyamos el país del
futuro. Una convocatoria que, además, comprende a ese
vasto conjunto de instituciones, comunidades y
organizaciones a través de las cuales se expresa la
riqueza espiritual y la voluntad de compromiso y
participación de la sociedad, tanto aquellas cuya
presencia se remonta a los orígenes de la Patria como a
las que han ido surgiendo como respuesta a las
exigencias de este tiempo o al compás del dinámico
crecimiento social. Ya ha terminado en el mundo la era
de las convicciones absolutas del siglo pasado, la era
de los mesianismos y de los historicismos fáciles. El
futuro no está predeterminado ni en un papel vacío donde
podemos diseñar en forma absoluta nuestra voluntad.
Venimos de un pasado y a partir de él podemos poner
cauces racionales al porvenir sin renegar de nuestra
herencia pero sin esclavizarnos a ella. Ella nos pone
límites, pero desde esos límites no hay un solo camino.
Elijamos el de la libertad, el de la solidaridad y el de
la tarea conjunta para afianzar la unión nacional. Ya
pasó la era en que se pudo llegar a creer que la
felicidad del género humano estaba a la vuelta de un
episodio absoluto, violento, definitivo, que al otro día
inauguraría la vida nueva. La revolución no es eso ni lo
ha sido nunca. Revolución es una etiqueta que los
historiadores ponen al cabo de siglos a un proceso
prolongado y complejo de transformación. Pero también se
terminó la época de las pequeñas reformas, de la ilusión
que con correcciones mínimas se podía cambiar el rumbo
de una sociedad que, como la nuestra, fue empujada
paulatinamente al desastre. No hablemos ya de reforma ni
de revolución, discusión anacrónica. Situémonos, en
cambio, en el camino acertado de la transformación
racional y eficaz.
Nuestro país debe emerger de
su prolongada crisis con vigor; y este vigor encontrará
su alimento en la decisión de participar de todos los
componentes de la sociedad los responsables de
interpretar y representar las necesidades y aspiraciones
de los distintos sectores sociales deben asumir con
firmeza y vocación de servicio esta exigencia Debemos
aprender a unirnos y a sumar el trabajo de cada uno con
el del otro y crear así la transformación y lo nuevo. Es
la unión de lo que cada uno de nosotros produce desde su
lugar. El discurso político debe llegar con este nuevo
espíritu de construcción a todos los argentinos. Estemos
dispuestos a marchar juntos. Debemos lograr la unión de
lo desunido.
Debe tratarse de una disposición, de una voluntad, pero
también de un compromiso para alcanzar la concreción de
las ideas en la vida real de las personas. En cuanto a
nosotros, los radicales, debemos comprender que es
necesario estar a la altura de esta misión, poner al
servicio de las demandas y urgencias del país nuestra
fuerza histórica, seguros que al hacerlo comenzamos a
solucionar esas demandas y esas urgencias y evitamos
quedar cautivos de los bolsones de la Argentina vieja.
Despojados de toda arrogancia y de todo prejuicio,
trabajemos, estudiemos y preparemos junto a nuestros
compatriotas el país nuevo, el país del futuro.
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