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Buenos Aires, 2 de julio de 1891.
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Conciudadanos:
El desarrollo de acontecimientos graves y precipitados
en los últimos días, colocan al Comité Nacional de la
Unión Cívica en la necesidad de dirigir el presente
manifiesto a sus correligionarios y a los pueblos de la
república, explicando esos sucesos y presentando las
vistas políticas del cuerpo que gobierna los intereses
generales del partido, en presencia de los nuevos
horizontes y de la escisión producida en el seno de
nuestra comunidad, por los partidarios de una
conciliación con el oficialismo.
Una minoría del Comité
Nacional, formada por los partidarios del acuerdo con la
agrupación dominante, acaba de romper la unidad de la
Unión Cívica, y, llamándose Comité Nacional de la misma,
ha resuelto reorganizarla, aprobar el acuerdo
mencionado, y convocar la Convención del Rosario, con
idéntico fin, a lo que se agregará la minoría en caso
necesario. La causa fundamental que ha impulsado sus
resoluciones, consiste en las resistencias que
encontraba el acuerdo en el seno de la Unión Cívica, y
se comprende que el propósito claro de sus procederes,
es imponerlo al país, como una necesidad suprema.
Es el
caso de recordar el carácter esencial de la Unión Cívica
y los trabajos personalistas que desnaturalizando el
programa de nuestra institución, han hecho dentro de la
misma algunos de los amigos del general Mitre, hasta
llegar a la escisión actual.
La Unión Cívica fue desde
un principio la coalición de los hombres de bien,
vinculados para destruir el sistema de gobierno
imperante, que ha producido tan graves perturbaciones en
la República.
La bandera y su programa de principios,
enarbolados como enseñas de redención nacional, fueron
aclamados con entusiasmo patriótico de un extremo a otro
de nuestro territorio.
Ese programa excluía todo
personalismo, y sobre la influencia de los caudillos,
sobre el prestigio de los hombres, agitaba algo más
grande y levantando, un credo político, que perseguía el
predominio de las ideas y de la instituciones. La
campaña de la Unión Cívica no era contra un hombre ni
contra individuos determinados, sino contra todo un
régimen que había subvertido las leyes y producido la
ruina general.
La Unión Cívica no se había formado
alrededor de ninguna personalidad determinada, ni se
proponía como objetivo de sus ideales y de su programa,
la exaltación de un hombre al mando; ella debía destruir
el funesto sistema de la opresión oficial, buscando el
restablecimiento de las instituciones, la honradez
gubernativa, la libertad del sufragio y el respecto a la
autonomía de los municipios y de las provincias. Las
personalidades eminentes de su seno debían inclinarse
ante ese programa y prestarle acatamiento. Y este
programa y la impersonalidad de la institución era y es
la verdadera aspiración nacional, lo que constituye su
fuerza incontrastable. No lo entendieron así los que a
toda costa querían proclamar la candidatura del general
Mitre y cuando se extendieron los trabajos políticos a
las provincias después de la Revolución de Julio,
procuraron bstinadamente restaurar dentro de la Unión
Cívica el antiguo partido que aquél acaudillara, con
cuyo propósito formaban organizaciones especiales,
anunciaron su separación si no se proclamaba esta
candidatura, y llegaron hasta oponerse a la Convención
del Rosario, que si como todos lo reconocen, representa
un progreso en nuestras costumbres políticas, fue debido
al esfuerzo y miras nacionales, a los verdaderos
cívicos. Y es respondiendo a estas tendencias, que ha
guardado una actitud pasiva y hasta de complicidad a
veces, en presencia de los vejámenes que se inferían a
nuestros correligionarios de las provincias. La
combinación Mitre-Irigoyen proclamada por la Convención
del Rosario, simbolizaba la fusión de los partidos
tradicionales, y la predilección de los pueblos de la
República por estos hombres de Estado, y la expresión
genuina de haberse compulsado lealmente la opinión
nacional. La designación de los candidatos era muy
satisfactoria, pero lo que más importaba a la Unión
Cívica y a la República era que triunfase el programa
regenerador aclamado en los meetings del 1º de setiembre
y del 13 de abril; lo que interesaba a la República, no
era precisamente la elevación de los candidatos
designados, sino el cambio de régimen, en política, en
finanzas y en administración; lo que el país entero
reclamaba y sigue reclamando son gobiernos responsables,
honrados y garantías constitucionales, tanto en el orden
nacional como en todas las provincias. La combinación
Mitre-Irigoyen, por las cualidades personales de los
candidatos y por las fuerzas sanas de opinión que los
llevarían al poder, satisfacía las exigencias nacionales
y prometía un gobierno de reacción contra los abusos del
pasado, sin pactos desdorosos con los directores del
antiguo régimen. Era ésta la genuina significación de la
fórmula del Rosario. Inmediatamente de llegar de Europa
el general Mitre, apareció ostensiblemente lo que se ha
llamado acuerdo entre el candidato presidencial de la
Unión Cívica, y el representante del oficialismo, el
entonces Ministro del Interior, general Roca, cuya
influencia pesa sobre la República desde hace diez años.
Esta ligereza para celebrar un pacto tan inusitado sin
haberse puesto el candidato en comunicación con el
Comité, ni informado de la situación política de nuestro
partido, sólo se explica por exigencias de la reacción
personalista producida en ciertos elementos de la Unión
Cívica, y por preliminares clandestinas del acuerdo,
convenidos de antemano por los amigos del general Mitre.
El general Mitre ha declarado repetidas veces, que el
acuerdo era sin condiciones, que sus bases fundamentales
debían ser la libertad del sufragio para las provincias
y el mantenimiento de la fórmula del Rosario, llegando
hasta decir a los delegados de las provincias que
estaría firme en la lucha, mientras hubiera en algún
punto de la República, una libertad conculcada o un
principio desconocido. Los amigos del general Mitre,
desde la iniciación del acuerdo, han trabajado sin cesar
en el Comité y en las provincias para conseguir mayoría
favorable, en la inteligencia de que él importaba
eliminación de los candidatura del doctor Irigoyen y la
aceptación de un representante del oficialismo en su
reemplazo. Con esta conducta abandonaban las provincias
a su suerte, pues nada habían pactado en favor de su
libertad, olvidaban compromisos solemnes contraídos en
la Convención del Rosario, y ratificados en un
manifiesto del Comité, después de los preliminares del
acuerdo, al mismo tiempo que hacían desaparecer del
programa de la Unión Cívica aquel principio que prohíbe
toda intromisión del oficialismo en las contiendas
electorales. Celebrado el convenio ad-referéndum resultó
que por él se alteraba la combinación del Rosario,
aquella fórmula que tanto significaba para la Unión
Cívica y para la República -y que se aceptaba la
candidatura para vice, de una personalidad designada por
el oficialismo. La mayoría del Comité adversa a la
conciliación con los hombres del poder, o a un acuerdo
que importara la alteración de la fórmula del Rosario-,
sostenía que el Comité no estaba facultado para
pronunciarse sobre ese convenio, debiendo remitirse a la
convención del Rosario. La minoría acuerdista sostuvo la
tesis contraria. El Comité ha deliberado detenidamente
sobre el trámite que correspondía dar a ese convenio,
aprobando un proyecto que lo remitía a la convención del
Rosario, proyecto que fue sostenido en la sesión del 24
del pasado, por los mismos amigos del general Mitre. Se
ha publicado la crónica de esta sesión y sólo conviene
recordar que con ocasión de ese debate, se ha
patentizado una vez más el espíritu moderado y correcto
de la mayoría adversa al acuerdo, a la vez que la
intemperancia, el propósito preconcebido de los
separatistas de dividir la Unión Cívica, llegando hasta
rechazar fórmulas que ellos mismos habían propuesto días
antes, y a producir el escándalo de la escisión después
que el Comité aprobó el proyecto que sostuvieran en la
discusión. La actitud de la minoría al arrogarse la
dirección del partido, aprobar el convenio ad-referéndum
y decretar la reorganización de la Unión Cívica, no
podía ser más grave y contraria a reglas elementales de
disciplina política. El Comité Nacional de la Unión
Cívica, donde se encuentran los delegados de casi todas
las provincias, asumió la actitud que le correspondía en
presencia de los hechos producidos, decretando la
separación de su seno y del partido, de los miembros que
firmaron las resoluciones indicadas, y la exposición con
que trataron de cohonestar su conducta. Según sus
propias declaraciones, la situación actual de la
República, no ofrece garantías para una lucha electoral
libre y pacífica. ¿Y por qué? ¿Quién ha suprimido esas
garantías esenciales de todo gobierno republicano? El
oficialismo al cual se unen y consolidan, con lo que se
aleja la esperanza de reivindicar las libertades
públicas. Si ellos reconocen la ausencia de garantías
constitucionales y la voluntad criminal de mantener este
régimen opresivo, ¿cómo se unen, entonces, al poder y
admiten de sus hombres intenciones patrióticas para
hacer imperar con el acuerdo lo que han violado con el
gobierno? Si no gozamos de los beneficios de la
libertad, es nuestro deber esforzarnos por conquistarla,
con todos los sacrificios de las luchas democráticas, en
vez de abrazarnos con los que la vilipendiaron. Esta es
la verdadera exigencia del patriotismo. Se agrega que el
círculo situacionista ofrece una conciliación
conveniente, puesto que acepta la candidatura
presidencial de la Unión Cívica y sólo exige la
vicepresidencia para una personalidad alejada del país
hace veinte años. La Unión Cívica no se ha propuesto la
elevación de un hombre al poder, sino cambiar el régimen
imperante. Este sistema depresivo de la dignidad de los
argentinos continuaría apoyado por las situaciones de
las provincias, donde imperan con más crueldad los del
poder; y en semejante hipótesis, se esterilizarían hasta
los buenos propósitos del candidato. Entonces, la
conciliación con el oficialismo serviría para mantener y
consolidar, lo que se propone destruirla Unión Cívica,
con el aplauso del país entero. Ante esta consideración
fundamental, nada valen las prendas personales del
diplomático, con quien se quiere eliminar al candidato
del pueblo. No se debate la honradez de personalidades;
se trata de los derechos del pueblo, que a la fuerza se
quiere suprimir, violando la resolución de una
convención que ha interpretado fielmente la voluntad
nacional. Se afirma también que fuera del acuerdo, no
quedarían a la Unión Cívica más soluciones que la guerra
o la abstención, imponiéndose, entonces, la política de
transacciones, que salva con la paz, los principios, la
moral administrativa y las libertades públicas. La Unión
Cívica, no ha desplegado bandera de guerra: su programa
es de paz. Si el poder pretende impedir a sangre y fuego
que el pueblo ejercite sus derechos, no será éste el
culpable de los sucesos que sobrevengan, ni tampoco la
alianza con aquél, se armoniza con los deberes cívicos
que impone la República a los ciudadanos. Jamás se
suprimirían los abusos de un mal gobierno, si por razón
de ellos se afirmara el poder; ni se comprende las
esperanzas de una reacción administrativa, económica y
política, robusteciendo a los autores de la ruina
general, y de la opresión en que gimen las provincias.
La Unión Cívica quiere y busca la paz, pero a este
título no debe exigírsele la servidumbre, sino la
tranquilidad que resulta de la armonía del orden con la
libertad, que asegura los derechos y las garantías del
ciudadano. Esta paz no se afianza fortificando gobiernos
opresores, ni es digno esperarla como una gracia: es
necesario merecerla, conquistarla a fuerza de
sacrificios y conservarla con altivez republicana. La
circunstancia de no haber sido aprobado por el Comité el
convenio ad-referéndum, no es más que un pretexto. El
Comité, o su gran mayoría, no se consideraba con
facultades para aprobar, y resolver lo contrario, habría
importado arrogarse facultades electorales, que sólo
correspondían a la convención, donde todas las
provincias tenían representación proporcional. La
intransigencia que inculpan los separatistas a los que
forman la mayoría del comité, consiste en mantener con
altura el programa de la Unión Cívica, en ser
consecuente con solemnes compromisos contraídos ante el
país, y cumplir con lealtad los deberes que nos impone
la situación de las provincias. El Comité no debe mirar
con indiferencia la suerte de sus correligionarios; el
programa de la Unión Cívica es esencialmente nacional, y
establece vínculos de noble solidaridad entre todos sus
miembros, que no permiten conformarse con una política
llamada de conciliación que ofrece algunas franquicias
para la ciudad de Buenos Aires y mantiene la servidumbre
en las provincias. La Unión Cívica quiere buen gobierno,
garantías y respeto a la ley, para todos los Estados de
la República, pues así lo exigen los principios de su
programa y el verdadero patriotismo. En esto consiste su
intransigencia y su radicalismo. La política de
conciliación, en la forma en que se ha iniciado, se
reduce a prometer al país para fines de 1892, la
elevación al mando de dos personas honorables; pero
persistirá el mecanismo opresivo en toda la República,
quedará intacto el funesto sistema que ha producido
nuestros desastres; más aún, hará nuevas víctimas,
ocasionará nuevas ruinas, porque la maquinaria
necesitará funcionar otra vez en la contienda electoral.
Y si hemos de juzgar ese acuerdo por la sinceridad de
los hombres de la situación que lo han concertado, y por
las garantías acordadas a Mendoza, Córdoba y Catamarca,
después de sus preliminares, no es aventurado presumir
que será fatal para la República, que no se removerán
las causas del malestar, ni con él se reconquistará las
libertades públicas. Si ese acuerdo hubiera sido
aceptado, su primer efecto sería la desorganización
electoral de la Unión Cívica, desde que no habría el
estímulo de una lucha democrática en perspectiva. Esta
desorganización general, debilitaría las fuerzas
populares en cada provincia quedando a merced de los
gobernantes, que han suprimido hasta la última garantía
constitucional. La Unión Cívica se propuso también,
entre sus patrióticas iniciativas, el despertamiento de
la vida cívica nacional, adormecida durante un decenio.
Habían transcurrido muchos años de calma, de paz
inalterable, salvo algunos hechos sangrientos aislados,
producidos por intrigas de palacio; el pueblo se había
alejado de los comicios, porque en vez del santuario de
su soberanía, encontraba allí las vergonzosas celadas
del fraude, o la criminales descargas de la fuerza
pública. No había lucha; estaba admirablemente suprimida
en todas partes por la acción del gobierno y por la
abstención activa del partido opositor; y así en
cualquier punto de la República donde se pretendía
votar, allí caía la acción del poder en apoyo del
principio de autoridad para sofocar las agitaciones
democráticas. Así se aseguraba la paz para los
gobernantes, y la ausencia del control en la
administración pública; se afianzó el despotismo
político y ha podido administrar impunemente sin
probidad. Con este régimen, con esta paz y con
semejantes conquistas, la República, al organizarse la
Unión Cívica sentía las primeras angustias de la
terrible crisis que la ha conducido al borde del abismo,
a la opresión interior y a la vergüenza ante la Europa,
a la pobreza dentro de sus fronteras y a la falencia
internacional. Este fue el fruto de la supresión de la
lucha, de la paz sin libertad, de la muerte del civismo.
La Unión Cívica lanzó un grito de guerra contra estos
factores de nuestro envilecimiento, proclamando que el
ejercicio de nuestros derechos políticos, es el primer
deber de un ciudadano, y que la lucha democrática es la
primera causa del engrandecimiento de los pueblos. ¿Cómo
podría ahora arriar tan hermosa bandera y proclamar la
supresión de la lucha, la paz sin derechos, la muerte de
ese espíritu cívico que ella ha despertado en el pueblo?
La minoría separatista, que ha roto la unidad de la
Unión Cívica para imponer una combinación electoral, sin
preocuparse de los pueblos del interior, ha deslindado
posiciones, como ella lo dice, entre la Unión y los
aliados del poder. No más confundirá el pueblo, aunque
en su evolución, aquella minoría conserve un disfraz, el
nombre de Unión Cívica, que simboliza en nuestro
escenario político, lucha contra los abusos del poder y
en favor de la libertad. No hay, pues, ninguna
consideración de bien público, que justifique semejante
acuerdo; se trata tan sólo de satisfacer ambiciones
impacientes, que por legítimas que sean, deben amoldarse
a la corrección de los principios políticos, y
subordinarse a los intereses generales de la Nación. A
ese acuerdo lo repudia la moral y las leyes
fundamentales que rigen el desenvolvimiento de las
sociedades, y por consiguiente, jamás lo aceptaremos.
Conciudadanos: La Unión Cívica tiene que luchar por el
triunfo de su programa principista haciendo causa con
todas las provincias oprimidas. Mantendrá en alto la
bandera enarbolada como enseña de regeneración nacional:
no consentirá que se desnaturalice su programa con
peligrosas desviaciones hacia el personalismo; y para
coronar el triunfo de la causa del pueblo, dirige un
llamamiento patriótico a todos los hombres bien
intencionados, exhortándolos a formar en sus filas. En
presencia, pues, de la situación que estos sucesos han
creado, conviene a los altos intereses de la Unión
Cívica que se congregue la Convención del Rosario, sobre
la base de los convencionales que permanecen fieles al
programa, debiendo los comités de las provincias
reemplazar a los que se han ya separado, para fijar
rumbos al partido y designar definitivamente las
candidaturas presidenciales que sostendremos en la
próxima lucha.
Por el Comité:
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Leandro Alem
Presidente. |
Joaquín Castellanos, Abel Pardo, Carlos A. Estrada,
Marcelo T. de Alvear, Adolfo Mujica y Remigio Lupo
Secretarios. |
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